De siniestros, banderas, privatizaciones y autonomías

Aún no se perciben, aunque sin duda se percibirán en el futuro, los efectos del Estatuto de Cataluña y del resto de los nuevos estatutos, pero lo que sí estamos padeciendo día tras día son los resultados negativos de todo ese proceso de quiebra técnica del Estado iniciado años atrás. Privatizaciones y Autonomías se están cobrando su tributo.

Los propietarios de las eléctricas se forran con OPAS y más OPAS, pero la sociedad catalana tiene que sufrir resignada haber estado sin fluido eléctrico y en el mayor de los caos durante bastantes días. Los políticos de Cataluña, como única respuesta, recurren al victimismo de que esta comunidad está discriminada en las inversiones, como si el problema generado por las privatizaciones no afectase en uno u otro aspecto a toda España.

Todos los veranos, ya sea en Guadalajara, en Galicia o en Canarias, los incendios están demostrando, al igual que en su día lo demostró el Prestige, que la disgregación autonómica impide una respuesta adecuada a las catástrofes. La actuación frente a un siniestro de cierta magnitud sobrepasa los medios disponibles en una Comunidad Autónoma y, al estar las competencias trasferidas, sería absurdo y un dispendio que el Estado duplicase los servicios y las infraestructuras.

Rajoy tiene razón cuando plantea la necesidad de contar con una agencia nacional dedicada a esta finalidad. Zapatero también la tiene cuando afirma que eso sería duplicar la burocracia, porque en realidad no se necesitaría una agencia sino centenares. Casi tantas como las competencias trasferidas. Lo que realmente se precisaría es la reconstrucción del sector público estatal que se ha desmantelado. En las catástrofes, por su carácter esporádico y extraordinario, es posible que se haga más patente la actual discapacidad estatal, pero ésta se extiende al resto de las necesidades sociales. Privatizaciones y Autonomías están dando al traste con nuestro incipiente Estado del bienestar. Son todos los servicios los que se están deteriorando. La riqueza y el crecimiento generado en las dos o tres últimas décadas no está teniendo ningún reflejo, por ejemplo, en los servicios sanitarios o en las pensiones con lo que la pobreza en el ámbito de los jubilados se extiende y se intensifica.

Zapatero, para prevenir las catástrofes, no quiere crear más burocracia en el Estado, aunque no le importa incrementar el gasto público para compensar aquellas, cuando se compromete a realizar inversiones y más inversiones en Cataluña o a sufragar todas las pérdidas de los incendios en Canarias. Porque, ahí está la paradoja, todos somos muy autonomistas, casi nacionalistas, pero a la hora de la verdad reclamamos la solución de papá Estado, olvidándonos de que ya no tiene las competencias, bien porque las hemos transferido a las autonomías o bien porque hemos privatizado los servicios.

En la transición, quizás queriendo matar moscas a cañonazos, se creó el Estado de las Autonomías con el único propósito y justificación de integrar a los nacionalismos. Treinta años después, los nacionalismos se encuentran mucho más fuertes y mucho menos integrados y, lo que es aún peor, la enfermedad se ha contagiado a todas las Autonomías y ha germinado en los clanes regionales de todos los partidos, que ven en ellas un instrumento de su propio poder y relevancia.

El proceso es explosivo porque es abierto y porque los acuerdos se han realizado sin renuncia de una de las partes a sus reivindicaciones. Siempre es a más y a más, nunca a menos. Está de moda poner como ejemplo a seguir el de Irlanda. Pero en Irlanda ha sido posible el pacto porque los nacionalistas tenían mucho que ganar. Aquí no, aquí lo tienen ya todo ganado, como no sea esa propuesta de máximos que ningún Estado puede tolerar. Se ha reparado poco en la noticia acaecida en los últimos días de que el ejército británico ha abandonado el territorio. Y tampoco se puso mucho énfasis en señalar que Blair, ante el primer atentado del IRA, suspendió de inmediato la autonomía. Esta –en Irlanda– es tan solo una consecuencia del proceso de paz y no un derecho adquirido. ¿Qué ocurriría en España si se suspendiese la autonomía vasca hasta que se diese por finalizada la violencia?

Lo sucedido en el País Vasco en las pasadas elecciones ralla en el escándalo. Una campaña electoral caracterizada por los tumultos, amenazas, coacciones a los candidatos y en la que, en el mismo momento de la votación, los abucheos y agresiones estuvieron presentes. ¿Se puede hablar de elecciones libres? ¿Se puede hablar de democracia cuando los candidatos tienen miedo a presentarse?

Es verdad que no se puede identificar nacionalismo con terrorismo, pero la identidad de objetivos, por más que se remarque la diferencia en los medios, extiende un manto de sospecha acerca de si el primero es el más apto para combatir al segundo. En cualquier caso, resulta evidente que el Gobierno vasco está siendo incapaz, porque no quiere o porque no puede, de garantizar el cumplimiento de la ley y los derechos básicos de los ciudadanos en Euzkadi. En estas condiciones, ¿puede el Estado inhibirse y permitir que en parte de su territorio resulte imposible celebrar elecciones libres? ¿Puede permanecer impasible cuando le son coartados derechos fundamentales a algunos de sus ciudadanos?

El problema se hace incluso más grave cuando son los propios gobiernos regionales los que desprecian la ley y pretenden comportarse como poderes independientes, olvidando que su única autoridad deriva del Estado al que dicen despreciar. Los Gobiernos de Ibarretxe han actuado desde el principio en la provocación y en el chantaje. El último eslabón lo constituye su negación a colocar la bandera española en los edificios oficiales. La cuestión de las banderas me ha parecido siempre una estupidez, pero, precisamente por eso, cuando se pone tanto empeño en este asunto adquiere un valor simbólico, augurio de otros muchos temas de mayor calado.

Sin duda el reto al Estado del Gobierno vasco es inaceptable, pero, por el mismo motivo, lo es también el de la Comunidad de Madrid cuando se niega aplicar la ley antitabaco o la enseñanza en los colegios de esa asignatura titulada Educación para la Ciudadanía. Y no es que yo tenga especial simpatía por ambas cosas. Ciertas normas de la anterior ministra de Sanidad desprendían sin duda un cierto tufo a puritanismo inquisitorial difícil de asimilar. Y en cuanto a la Educación para la Ciudadanía, estoy en contra de todo adoctrinamiento, venga de la Iglesia o del Estado. Entre las materias a impartir en los colegios de un Estado laico no deberían figurar ni la religión –ya sea con carácter voluntario u obligatorio– ni otros tipos de adoctrinamiento. Pero, dicho lo anterior, la ley es para observarla o para cambiarla y el Estado debe poseer elementos suficientes para obligar a su cumplimiento incluso a las Autonomías.