La vieja Europa

Los ciudadanos se manifiestan en Alemania e Italia; dan un repaso al gobierno de Chirac en las últimas elecciones en Francia. Es lo mismo que esté en el poder la izquierda o la derecha. Llevamos años, muchos, escuchando que es imprescindible recortar el estado social, y tanto más llevan las sociedades europeas movilizándose, de una u otra forma, en contra de la política social conservadora.

Se insiste en que la globalización económica es una bendición del cielo, que el libre cambio produce toda clase de beneficios, que la libre circulación de capitales genera riqueza; a la Unión Europea se la tilda de panacea, y se considera imprescindible que la política monetaria esté al pairo de avatares políticos. Es la modernidad.

El personal no comprende bien la jerga, aunque eso de la modernidad le suena fetén; además, supone que será cierto cuando lo avalan todos aquellos que entienden de la materia. Pero en paralelo comienzan a escuchar un discurso cuya música y letra desentona: se les asegura que el alto nivel de salarios alemanes y franceses genera “deslocalización” y que, si no se quiere que las empresas emigren a otras latitudes, deben de ir acercando su cuantía a los de, por ejemplo, Lituania, porque ya se sabe que es mejor tener un puesto de trabajo mal retribuido que engrosar las filas del paro.

Los impuestos deben de recaer exclusivamente sobre los trabajadores, porque si se gravan, el capital o las empresas podrán fugarse a parajes más “hospitalarios”. Como consecuencia, será difícil mantener las cargas sociales. Las pensiones deben reducirse, y el seguro de desempleo, desaparecer. En la sanidad, en la vivienda y en la educación, que juegue el mercado; es decir, sólo para aquellos que puedan pagarlas. Para hacer atractiva la inversión, el despido debe de ser libre y gratuito y habrá que flexibilizar el mercado de trabajo, que todo quede a la libre contratación o, lo que es lo mismo, a la voluntad del empresario.

A algunos, los más avispados, se les ocurrirá echar un ojo a las estadísticas, verán que la tasa anual media del crecimiento económico para la Europa de los doce, ha pasado de ser el 5,3% en la década de los sesenta, al 3,2% en los setenta, al 2,4% en los ochenta, al 2,1% en los noventa y a poco más del 1% en los tres años trascurridos de este siglo. Observarán que el desempleo, que con anterioridad a 1974 nunca era superior al 3%, alcanza en la actualidad el 8,8 %, y que los costes salariales unitarios en términos reales han descendido en igual periodo un 16%, lo que indica que las retribuciones de los trabajadores han perdido participación en la renta nacional frente al excedente empresarial.

¿Puede extrañarnos que los ciudadanos europeos comiencen a dudar de las bondades de la modernidad, de la globalización y del libre cambio? Como no entienden, a lo mejor se les ocurre preguntar por qué no retornamos a la vieja Europa, a la del keynesianismo y el estado social.