Tráfico de influencias

El pensamiento único reinante nos ha hecho creer que la caída del muro demostró la superioridad del sistema capitalista sobre el socialista, identificando al primero con la ortodoxia neoliberal y al segundo con los regímenes comunistas de Europa del Este. Pero lo cierto es que si las economías del socialismo real han podido fracasar, mucho antes y de forma más estrepitosa lo había hecho el neoliberalismo económico, siendo de ello la manifestación más clara la crisis del año 29, de manera que los países occidentales no tuvieron más remedio que superar el sistema capitalista clásico tal como se conocía en el siglo XIX, para configurar economías mixtas en las que las empresas privadas coexisten con un sector público activo y fuerte. Ha sido este sistema, conocido como Estado social, y no el liberalismo económico, el que, sobre todo después de la Segunda Guerra Mundial, se ha impuesto y ha desplazado a los sistemas de economía centralizada.

A pesar de la fuerte ofensiva desatada a partir de los años ochenta, y de la consiguiente reducción del sector público, este, aun en los Estados más liberales, mantiene hoy por hoy un tamaño considerable y un número elevado de funciones. Es más, los más fervorosos neoliberales son los primeros en reclamar la ayuda del Estado cuando la necesitan y en querer subordinar el sector público a los intereses empresariales. De esa mezcla entre lo público y lo privado nace el tráfico de influencias, una de las principales lacras de la democracia moderna.

Resulta curioso ver a las grandes empresas y a las fuerzas económicas andar a la caza del ex-político. Raro es el alto cargo, bien sea de la Administración bien del aparato de las formaciones políticas, que no termina recalando en puestos preeminentes del sector privado. Muy pocos son, por el contrario, los que después de su mandato retornan a su profesión original, si es que la tenían, porque desde hace algún tiempo ha surgido una nueva clase que jamás ha ejercido una profesión distinta de la de político, pasando sin solución de continuidad de su condición de estudiante a las actividades partidarias.

Pero retornando al tráfico de influencias, en los últimos días han saltado a la prensa algunos casos ciertamente llamativos, pero que de ningún modo constituyen una excepción. Hemos conocido que el anterior portavoz parlamentario del PP ha fichado por Telefónica. La multinacional antes pública le ha reclutado igual que antes hizo con Pizarro, como puente con el Partido Popular, y con Javier de Paz, antiguo secretario de las Juventudes Socialistas e íntimo de Zapatero. ¿Habrán sido fichados por sus méritos?

Nos hemos enterado también de que David Taguas, ex director de la oficina económica del Presidente, va a ser nombrado presidente de SEOPAN, asociación que agrupa a los grandes constructores. Uno no puede por menos que admirarse de las transformaciones que realiza la política. Parece ser que el simple nombramiento para un cargo público convierte a todos en eminentes técnicos y especialistas, capacitados para asumir los puestos más importantes y delicados en el sector privado.

La profesión de político se ha convertido en una escalera para, a la larga, trepar profesionalmente y alcanzar metas que de otra forma jamás se podrían haber alcanzado. En la mayoría de los casos cuesta creer que sin su relevancia política hubiesen llegado a puestos similares. En realidad, ni ellos mismos se lo creen. Solo caben dos explicaciones: o bien con la captación se pretende pagar favores concedidos en el ejercicio de sus cargos o bien se les contrata como conseguidores y enlaces con el poder político presente o futuro.

Dicen que la posible contratación de Taguas ha creado malestar en las filas socialistas. Afirman que a Zapatero no le hace muy feliz la noticia, lo que no es demasiado creíble, ya que tanto Sebastián como él parece que estaban al tanto de la operación. Por otra parte, un poco tarde para anatematizar tal comportamiento. Viene de muy antiguo. Ni el PSOE ni el PP tienen nada que reprocharse en este aspecto. La relación en ambas formaciones políticas sería enorme y difícil de elaborar. Terminaríamos mucho antes si hiciésemos el recuento contrario, el de las excepciones, la de aquellos que se han integrado a su profesión normal, sin pillar prebendas especiales.

Si algo ha quedado absolutamente claro es que la Ley de Incompatibilidades no sirve para nada. Más bien, a veces se convierte en coartada para legitimar actuaciones reprobables. La enorme casuística existente no puede recogerse en una ley. Por otra parte, el que hace la ley hace la trampa, y siempre existen subterfugios, tanto más cuanto que quien tiene que dictaminar, el Ministerio de Administraciones Públicas, es juez y parte al mismo tiempo. ¿Alguien va a creerse que el pronunciamiento puede ir en contra de la voluntad del Gobierno?