El fraude de las eléctricas

Rectificar es de sabios, y los gobiernos en algunas ocasiones -solo en algunas ocasiones- están dispuestos a rectificar cuando llegan al convencimiento de que sus erróneas decisiones pueden acarrearles importantes costes electorales. Eso es lo que ha ocurrido con las tarifas eléctricas. El Gobierno no lo tiene fácil, y es que resulta ardua la tarea de justificar un incremento de tarifas mientras el valor de las empresas eléctricas se ha multiplicado por dos en los últimos años.

El vicepresidente económico se ha dedicado estos días a convencernos de que las pasadas OPAS nada tienen que ver con los precios. El ministro de Industria ha ido más lejos y en una entrevista en el diario El País ha tildado tal relación de absurda. “Como si no existiese la competencia de la tienda de al lado. Confundir el precio del servicio con el precio de la acción es una barbaridad y, además, posiblemente una intoxicación”.

Es posible que el ministro de Industria, como buen médico, sepa mucho de intoxicaciones; de economía, quizás un poco menos, porque una de las principales maneras de calcular el valor de una empresa es la de actualizar la serie de beneficios futuros esperados que, como es lógico, van a depender de los precios de los servicios. El señor ministro de Industria recurre a la empresa de al lado, es decir a la competencia; pero es que precisamente lo que no hay en el mercado eléctrico es competencia, he ahí la razón de que se precise de tarifas y no de precios de mercado.

Nadie ofrece veinte por algo que vale diez, y cuando grandes compañías privadas, nacionales o extranjeras, terminan con sus ofertas de compra duplicando el valor que hasta entonces tenía una empresa es porque esperan beneficios desproporcionados, y estos tan solo pueden obtenerse situando los precios, es decir las tarifas, muy por encima de los costes. Bien es verdad que es muy posible que tales beneficios estuviesen ya reconocidos con el denominado déficit tarifario, y por lo tanto fuese el Gobierno del PP que lo concedió el primer culpable, careciendo, por tanto, de toda legitimidad para censurar al Ejecutivo actual. Es más, habría que tildar de hipócrita su planteamiento, porque mientras concedía a las eléctricas tales beneficios se negaba a asumir la impopularidad de elevar las tarifas a los consumidores. Como el avestruz, escondió la cabeza debajo del ala, y reconoció a las empresas una deuda que antes o después tendría que trasladarse a los precios.

El Gobierno actual tampoco es inocente. Ha mantenido la situación creada asumiendo la deuda pendiente. Existe además la sospecha de que ha pretendido, y en cierta medida conseguido, rentabilizar tales beneficios para empresas amigas, y esa es la razón de que ahora esté obligado a justificar la subida de tarifas.

Únicamente la proximidad de las elecciones ha detenido la ofensiva. El presidente del Gobierno ha visto el peligro y no le ha importado desautorizar al vicepresidente económico y al ministro de Industria. Es lo bueno de que las decisiones radiquen en el poder político, que a pesar de los pesares los ciudadanos tienen alguna posibilidad de castigar y, por lo tanto, de influir en el gobierno. Por el contrario, carecen de la menor capacidad de maniobra frente a los llamados organismos independientes y frente al poder económico, por eso éste tiene tanto interés en vaciar lo más posible al Gobierno de competencias económicas y en traspasárselas a tales organismos, que en último término siempre se pueden convertir en coartadas o disfraces del propio poder político a la hora de tener que adoptar decisiones que de otra manera no se atrevería a tomar.

Hay que añadir, no obstante, que la rectificación del Gobierno no ha sido total. No ha cambiado el sistema de valorar las tarifas, ni ha abolido el llamado déficit tarifario, con lo que se presupone que lo único que ha hecho ha sido retrasar las subidas hasta después de las elecciones. Zapatero sabrá. Es posible que crea que con eso engaña al personal.