Constitución europea

El pasado 28 de febrero se ha cumplido un año del día en que un grupo de 105 políticos de todas las tendencias se reunieron por primera vez en Bruselas con la finalidad declarada de elaborar una Constitución europea. Estaríamos tentados de tratarles de ilusos, y más aún a los que les encomendaron tamaña tarea, si no fuera porque todos sabemos que lo de “constitución” es una exageración del lenguaje y un intento de cubrir el expediente.

La Constitución que afirman querer elaborar en ningún caso pasará de una buena declaración de intenciones y una proclamación de principios, de esos que, según señalan los leguleyos, no son inmediatamente operativos en el orden jurídico y que necesitan concreción y desarrollo en normas, normas que nunca se aprobarán. A ellos añadirán algún que otro modus operandi para manejarse, aunque con muchas dificultades, en una Unión de 25 países cada uno diferente. Las dificultades se irán incrementando y no habrá modus operandi que resista.

La Unión Europea está a años luz de configurarse como un Estado, ni siquiera federal o confederal. Hoy por hoy, y bien que se está demostrando, no es más que un mercado único —y tampoco tan único, que todos intentan hacer sus trapicherías— y una moneda común. La Unión Europea es ante todo moneda, dinero, intereses económicos. Pero incluso los intereses económicos son bastante divergentes entre los estados, y de ahí que la política exterior termine siendo dispar.

Dicen que con lo que está cayendo, la pesada sombra de la guerra contra Iraq, los padres de la Convención se encuentran muy desanimados. Giscard d’Estaing acusó a los gobiernos, aunque sin citar a ninguno de ellos, de no haber tomado en serio los compromisos en política exterior y defensa del Tratado de Maastricht, respecto a los cuales, según puntualizó, hemos retrocedido. Lo que hace el gorro. D. Valery, ahora de presidente de la Convención, se ha tomado en serio lo de la Unión Política, y quiere ver en Maastricht lo que en Maastricht nunca existió. Hasta la palabra “política” se cayó del Tratado. Los únicos compromisos firmes fueron los referentes a la convergencia monetaria de cara a la creación de la moneda única, lo demás eran palabras, verborrea.

Hasta los procedimientos de cohesión se mostraron raquíticos, constreñidos dentro de un presupuesto que no supera el 1,24% del PIB comunitario; y sin sustentarse en un sistema fiscal propio deja explícito qué países son receptores y cuáles donantes. Los mecanismos redistributivos no aparecen como la corrección necesaria a un mercado que distribuye injustamente la renta, también en el plano regional; sino como la solidaridad, versión laica de la caridad, que los países ricos tienen hacia los pobres. Planteado así el tema, era evidente que antes o después nacerían las reticencias de aquellos a seguir manteniendo el sistema.

Desde Maastricht, muchos hemos clamado en el desierto, repitiendo, una y otra vez, la contradicción que el proyecto de UE, tal como se ha diseñado lleva implícita. Una unión mercantil, monetaria y financiera, sin integración social, laboral, fiscal, presupuestaria y en definitiva política, constituye una misión imposible que, antes o después, ira generando miles de dificultades y problemas de difícil o imposible solución. La hipotética guerra contra Iraq ha mostrado únicamente la falsedad que se esconde tras la pretendida Unidad Europea.

La unión política ni existe, ni existirá. De ahí la falacia de una Convención para establecer la Constitución. ¿Qué documento puede salir de una asamblea de 105 miembros en la que deben aprobar todo por unanimidad? Generalidades. Hay, además, una dificultad añadida. Hoy, en Europa, por fuerte que sea la hegemonía del neoliberalismo económico, no es posible la creación de un estado liberal a la usanza del siglo XIX. Si Europa debe devenir Estado, éste tiene por fuerza que ser social. Y nada más lejos de alcanzarse que la unidad social y laboral de la comunidad. Por eso los miembros de la Convención se entretienen en discutir los aspectos religiosos, laicidad sí o no. Alguien debería recordarles aquella coplilla de Atahualpa Yupanqui: “Hay algo más importante que saber si existe dios, y es que nadie escupa sangre para que otro viva mejor”.