Réquiem por el IRPF

"Toda modificación importante en el equilibrio de las fuerzas políticas y de clase queda reflejada en la estructura tributaria" Desde que O’Connor lanzó esta aseveración, la historia no ha hecho más que confirmarla. Nuestro país no podía ser una excepción, y con la muerte del dictador se abre el camino para la renovación del sistema tributario. La reforma fiscal es una de las primeras tareas que aborda la naciente democracia: Ley de Medidas Urgentes de 1977, que amén de pretender corregir el escandaloso fraude fiscal del antiguo régimen, establece el Impuesto Extraordinario sobre el Patrimonio. Y una de las primeras leyes que se aprueban tras la proclamación de la Constitución es la del Impuesto personal sobre la Renta de Personas Físicas (IRPF).

El nuevo impuesto aprobado estaba en consonancia con las modernas teorías de la tributación y con el que hacia tiempo se había establecido en todos los países desarrollados, tras figurar permanentemente entre las reividicaciones de los partidos y movimientos de izquierdas, incluso en el manifiesto comunista. Pretendía ser un impuesto personal y progresivo que recayese sobre la renta global de cada persona, superando así los antiguos impuestos de producto, en los que cada fuente de renta se gravaba de manera independiente y, al no recaer sobre la totalidad de los ingresos del contribuyente no podía hacerlo en cada uno de ellos mas que a un tipo único, es decir, de forma proporcional.

Pero el maleficio que rodeó a la transición española, por fuerza se ha proyectado también sobre el sistema tributario. Este no podía ser una excepción y, al igual que en otros muchos aspectos, se ha pretendido que el cambio sólo fuese aparente. Poco a poco se han ido desarmando los escasos logros conseguidos. Desde la reforma de 1988, paso a paso, al tiempo que se reducía la progresividad del IRPF, se desgajaba del régimen general a las rentas de capital.

La reforma que ahora propone el Gobierno es el último eslabón de una cadena que ha conducido a la muerte del IRPF. El nuevo impuesto se asemejara más a los antiguos impuestos sobre el producto. La tarifa progresiva, cada vez menos progresiva, se aplicará exclusivamente para las rentas de trabajo, mientras que el resto de los ingresos tributarán a tipos distintos y más reducidos.

Hace tiempo que las rentas de capital venían teniendo un trato privilegiado a través del régimen aplicado a las plusvalías. Esta situación de privilegio no solo se consolida, sino que se acentúa. Las plusvalías generadas en un periodo de tiempo superior al año, tributarán a un tipo único del 15% –el tipo más bajo de la tarifa– abstrayendo de la cuantía de la renta del contribuyente (gravamen proporcional). A su vez el resto de las rentas de capital gozarán, según haya sido la duración de la inversión, de importantes coeficientes reductores que originarán que el gravamen efectivo aplicado sea también de los más bajos.

Pero con esta reforma la situación de privilegio se extiende también a los profesionales. Desaparece el régimen de transparencia fiscal, con lo que se legaliza la situación de fraude en que permanecían un buen número de profesionales, aquellos con ingresos elevados y que evadían la progresividad del impuesto mediante la creación de sociedades ficticias. El régimen de transparencia fiscal tiene como finalidad evitar este fraude, haciendo transparentes –inexistentes a efectos fiscales– las sociedades patrimoniales y de profesionales e imputando los ingresos directamente a los socios; con lo que dichas rentas, lejos de tributar en el impuesto de sociedades (si el tipo nominal es del 35% el efectivo no superará el 15%) se gravan a la tarifa progresiva del IRPF. La desaparición de este régimen de imputación de rentas significa conceder "patente de corso" a los profesionales, artistas, deportistas, etc, y a los contribuyentes poseedores de grandes patrimonios, para que camuflen éstos y sus rentas, en sociedades interpuestas.

La tarifa progresiva queda, por tanto, únicamente, para las rentas de trabajo. Bien es verdad que se pretende que la progresividad sea cada vez menor. No es cosa que a los consejeros de administración, por ejemplo, de grandes empresas, y cuyos sueldos son considerables, más de cien millones de pesetas en bastantes casos, se les grave demasiado. Una vez más se reducen los tramos de la tarifa, de seis a cinco (el impuesto originalmente tenía 36) y el tipo marginal máximo de 48 a 45, (en la creación del impuesto era del 66%).

Si la frase de O’Connor es cierta, dadas las modificaciones tributarias es fácil deducir la estructura y organización de la clase política.