Cumbre contra el terrorismo

Una vez más las palabras inducen a engaño. En teoría, en la cumbre oficial están los partidarios de la globalización, y en la calle, en la cumbre paralela, están los antiglobalización. Pero a poco que uno observe con detenimiento, mas allá de los eslóganes y las frases hechas, se dará cuenta que los de fuera creen mucho más en la globalización que los de dentro.

Los de fuera se preocupan por los problemas globales del planeta y exigen soluciones también globales y uniformes, abstrayendo de raza, sexo, naciones y estados. Los de dentro, sin embargo, plantean toda su estrategia desde las conveniencias concretas y particulares del país al que pertenecen y de los intereses que representan. Sólo creen en la globalización del capital -más que globalización, liberalización- y del comercio, siempre que el libre cambio les favorezca o no haga peligrar la producción de sus propios países.

Johanesburgo se está transformando en la prueba más fehaciente de la mentira que encierra esa prédica acerca de la globalización. Estamos muy lejos de ser la aldea global. El mapamundi está dividido en múltiples recuadros y las desigualdades tan enormes que se dan entre ellos, crean tal disparidad de intereses, que imposibilitan cualquier acuerdo.

Una vez más todo hace prever que, como ya ocurrió en Río de Janeiro, la cumbre se cerrará con una bonita declaración de intenciones pero con un plan de acción, de compromisos concretos, vacío. A pesar de la modestia con la que en los grandes temas se habían fijado las metas, difícilmente se va a llegar a un acuerdo, o de alcanzarse, será de tal pobreza que incluso si se cumpliese, -los países ricos nos tienen acostumbrados a descolgarse después de los acuerdos– nada cambiaría.

A lo largo de la Cumbre se han mostrado con toda nitidez las divisiones. La UE viene defendiendo el compromiso de reducir a la mitad para el año 2015 –tan largo me lo fiáis amigo Sancho– los 1.500 millones de personas que carecen en la actualidad de agua potable. Pues bien, a EE.UU. este objetivo le parece altísimo.

Ni EE.UU., ni Canadá, ni Australia, han ratificado el protocolo de Kioto. Y lo único que en esta cumbre parece que va a aprobarse es un párrafo descafeinado, en el que los países que ya lo han ratificado piden a los otros que sean buenos chicos y que lo ratifiquen a tiempo. ¿A tiempo? ¿Cuál es el tiempo?

En la actualidad 2.000 millones de personas no tienen fluido eléctrico. La esperanza se centra en la energía renovable, pero Estados Unidos y los países petroleros se niegan a incrementar substancialmente su porcentaje. El acuerdo que surja estará, sin duda, muy lejos de ese 15% que para el 2010 planteaba la UE.

Por supuesto la prohibición de usar materias químicas en la agricultura, debido a su toxicidad, tampoco cuenta con el apoyo de EE.UU. por lo que quedará en agua de borrajas. China, a su vez, se opone a que se impongan a todos los países los principios de la Organización Mundial del Trabajo.

Con toda seguridad EE.UU. se saldrá con la suya, y en materia de comercio, cualquier acuerdo sobre el medio ambiente estará subordinado a las reglas de la OMC, es decir, a las reglas de los países ricos que son los que manejan tal institución.

Y de financiación ni hablar, ya está todo dicho en Monterrey, o lo que es lo mismo, está dicho que no se diga ni se haga nada. Todos incumplen el 0,7%. Es más, la mayoría de las ayudas que se dirigen a los países del tercer mundo se conceden bajo tales condiciones que más parecen subvenciones a las empresas del país que las concede.

Globalización no, anarquía. Cada Estado campea por sus respetos. Los pobres al filo de la desesperación, y quizás bajo el síndrome de Estocolmo, lo único que ya reclaman es que se abran los mercados de los ricos a sus productos, tal vez sin ser conscientes de que eso es pan para hoy y hambre para mañana. El libre cambio termina condenando a la miseria a los estados menos competitivos, mediante relaciones de intercambio injustas. Pero cuando no se tiene ni pan para hoy, no es extraño que se busque por cualquier procedimiento.

Poco o nada habrá en esta cumbre que confirme ese título tan rimbombante de lucha contra la pobreza y a favor del medio ambiente. Está claro que a los ricos no les importa demasiado la situación de miseria del tercer mundo, y cuando se asiste impasible a que cada dos segundos un niño muera de hambre, cómo va uno a preocuparse del medio ambiente. Ni desarrollo, ni sostenible. Aquí lo único sostenible es lo que permita la voluntad del Imperio. Por eso, ¡oh paradoja!, el texto final recoge por imposición de EE.UU. la siguiente aseveración: “Se compromete a las naciones a tomar una acción concertada para luchar contra el terrorismo, que representa un serio obstáculo para un Desarrollo Sostenible» Y es que quizás la cumbre debería haberse llamado cumbre contra el terrorismo, así todo estaría bastante más claro.

Algunos países del Tercer Mundo, especialmente los de América Latina, en un intento de eludir esta situación, han apostado por la dolarización o mecanismos similares: renunciar a su moneda y, por lo tanto, a toda política monetaria autónoma, aceptando como propia la divisa de los Estados Unidos. El remedio ha sido casi siempre peor que la enfermedad. Ni que decir tiene que las condiciones económicas de estos países poco tienen que ver con las de la primera potencia mundial. Practicar idéntica política les lleva al suicidio económico. Antes o después, si no quieren convertir su economía en un erial, se verán obligados a dar marcha atrás. Camino, desde luego, lleno de obstáculos y de dificultades, pero el único posible y al que se ha visto abocada Argentina.

Casi todos estos países -Argentina, Uruguay, Brasil- han cumplido escrupulosamente los axiomas de la llamada ortodoxia, concretados en las prescripciones del FMI, medidas que acarrean para la mayoría de los ciudadanos sacrificios enormes y que condenan a la pobreza a buena parte de la población. Pero el ser alumnos aventajados del neoliberalismo económico de nada les ha servido. Rota la confianza, resulta casi imposible reconstruirla. A menudo nos olvidamos de que el dinero que utilizamos en todos los países, también en los desarrollados, recibe el nombre de fiduciario; se acepta en tanto en cuanto estamos seguros de que, a su vez, también a nosotros nos lo aceptarán. Es esa confianza la que permite funcionar a los bancos. Si todos los clientes pretendiesen retirar al mismo tiempo sus fondos de las entidades financieras, éstas quebrarían, por importante que fuese el banco y por desarrollado el país al que perteneciese. Nos olvidamos también de que la libre circulación de capitales se ha introducido recientemente en casi todos los países (España en 1989), y que muchos de ellos, por ejemplo España, difícilmente se habrían desarrollado si se les hubiese obligado a prescindir de medidas de control de cambio que evitasen la evasión de capitales.

La crisis argentina, absurdamente prolongada por la postura reticente del FMI, está contagiando a Uruguay y a Brasil y lleva camino de extenderse a toda América Latina. El FMI y el gobierno americano que lo controla tienen una ingente responsabilidad. Se rigen mucho más por principios políticos que económicos. Exigen a los países necesitados de ayuda condiciones que no pueden cumplir, o que de cumplirlas les sumirían aún más en el pozo. Están más preocupados por los intereses del capital y de la inversión extranjera que por la suerte de estos países. Sus actuaciones constituyen claras injerencias políticas, anulando la soberanía de los Estados y cualquier brote incipiente de democracia. ¿Dónde queda ésta, por ejemplo en Brasil, cuando el capital, las empresas extranjeras y el FMI interfieren en el proceso electoral amenazando con la debacle económica si ganan los candidatos de izquierdas?