¡Qué error! ¡Qué inmenso error!

Nadie se atreve a decirlo, pero cada vez somos más los que lo pensamos. ¡Qué error!, ¡qué inmenso error se cometió al diseñar el Estado de las autonomías! Lejos de solucionarse los dos problemas que entonces supuestamente existían, se han creado otros quince y se han agravado aquellos dos problemas originales. Habrá que comenzar a decirlo.

Y es que se pretendió realizar un experimento nuevo, sin precedentes. Hasta ese momento se conocían dos maneras de crear un Estado federal. La primera por la unión de distintos Estados independientes que para ganar en fortaleza y eficacia ceden progresivamente competencias a la Unión. La segunda, la asunción de esa forma política, la federación, por un Estado que ha perdido una guerra y los vencedores se la imponen para debilitarle y como garantía de que le será más difícil retornar a veleidades expansionistas. Lo ignoto radica en que un Estado decida de forma libre y espontánea entrar en un proceso de disgregación.

Porque el verdadero problema radica en que el proceso, lejos de converger en una situación de equilibrio, diverge de forma explosiva, sin límites y sin fin. Bajo una fuerza centrífuga, las nuevas comunidades creadas reclaman más y más competencias sin posibilidad de término. Es más, ha surgido en cada una de ellas una clase política cuyos intereses, prestigio y poder están unidos al proceso autonómico. Serán tanto más importantes cuanto más competencias logren para su autonomía; de ahí el interés de estimular en la población sentimientos nacionalistas y provincianos, creándolos en algunas regiones que jamás los habían albergado y, en otras donde ya existían, exacerbándolos hasta un extremo desconocido.

Estas clases políticas funcionan como verdaderos sindicatos de intereses. Diecisiete sindicatos instalados permanentemente en la reivindicación frente al gobierno central, sin darse cuenta de que, en el fondo, los intereses de éste no difieren de los del conjunto de las autonomías. Existe un sistema de suma cero en el que lógicamente lo que unas ganen las otras lo perderán.

No se entiende por qué la transferencia de competencias incrementa el autogobierno, ¿es que acaso el gobierno central no es también autogobierno o es que en un ayuntamiento hay más autogobierno que en una autonomía y en ésta más que en la Administración central? El mayor o menor grado de autogobierno no parece que esté determinado por la circunscripción territorial sino por lo bien o mal que funcionen los mecanismos democráticos. Tampoco está nada claro que la descentralización haya contribuido a la eficacia. Está por realizar el estudio de los despilfarros en el gasto público, las duplicidades, el clientelismo, la explosión de las burocracias que ha originado el proceso autonómico.

Los problemas sociales y económicos han sido desplazados por el problema autonómico. ¿Cuánto tiempo hace que los medios de comunicación dan un trato de preeminencia absoluta a este tema relegando a un lugar secundario cualquier otro asunto? La lucha de clases se ha sustituido por la guerra entre regiones. El pluralismo no es ideológico sino territorial. Y las disputas pueden tener un alto grado de ofuscación y parcialidad. Si no, ¿cómo explicar que Cataluña y el País Vasco adopten tamaño victimismo y consideren que el resto de las autonomías, curiosamente las más pobres, les explotan?

Y lo más grave es que en este disparatado espectáculo la izquierda también juega y asume un papel nada lucido. La propuesta de financiación recientemente presentada por el tripartito para Cataluña se basa en un principio que debería ser inaceptable para cualquier fuerza progresista y que incluso creíamos ya abandonado por todos en la esfera política, la de que aquellos que más impuestos pagan tengan que recibir mejores servicios. Ese es un axioma del mercado que precisamente toda Hacienda Pública pretende corregir. Cataluña no paga más que Andalucía, son los catalanes los que quizás paguen por término medio más que los andaluces, pero simplemente porque, también por término medio, su renta es mayor.

La propuesta de que sean las regiones las que contribuyan al Estado central se da tan sólo en los primeros momentos de un proceso federal o confederal. A poco que avance la integración, la federación contará con sus propios impuestos. En la Constitución de los Estados Unidos de América, sólo en el inicio eran las distintas colonias las que tributaban a la federación, pero ésta comenzó a  tener ingresos propios enseguida, aceptándose el principio de que la contribución al gobierno central era personal y no por intermedio de los Estados federados. Uno de los extremos que algunos hemos criticado a la Unión Europea es precisamente el que su presupuesto no cuente con impuestos propios y se nutra de las aportaciones de los Estados miembros. Lo increíble es que dentro de nuestro país algunos pretendan retrotraerse a esos estadios primarios de la Hacienda Pública superados hace siglos. Bien es verdad que, contra toda lógica, nuestra Constitución permite en la actualidad tal modelo para Navarra y el País Vasco.

Que el proceso es explosivo se constata de forma palmaria en cuanto se contemplan los términos de las negociaciones autonómicas. Siempre se parte de lo conseguido como suelo ya consolidado y se negocia más a más, jamás a menos. Quizás ya es hora de plantearse si el menos no es también posible.