La Constitución Europea

El título induce a engaño, ya que difícilmente el tratado que se somete a referéndum el próximo día 20 puede tildarse de Constitución. Están ausentes todos los elementos necesarios para que se le pueda atribuir tal nombre. Es cierto que aparentemente, y de ahí la confusión, el texto está lleno de declaraciones de tipo programático que podían hacer creer que estamos en presencia de un texto constitucional. Pero falta lo fundamental, el establecimiento de un poder político dotado de competencias, medios e instrumentos para llevar a la práctica todos esos principios. Si se lee con detenimiento el texto, lo que desde luego no es fácil ni divertido, se observa que las competencias que asume la Unión son exclusivamente las que hacen referencia al mercado. El tratado viene así simplemente a consolidar lo que hasta hora ha sido, y por lo visto será en el futuro, la Unión Europea : un espacio mercantil y financiero, pero sin los contrapesos inherentes a todo Estado social.

La palabra más repetida es competencia, y a esa finalidad, en especial a que los países miembros no puedan distorsionar –otros hablarían de corregir – el libre juego del mercado, dedica a través de su articulado todas sus energías. El modelo por tanto es plenamente neoliberal; mercado sí, pero sin que los poderes públicos intervengan para subsanar sus fallos. La Unión Europea carece y va a carecer de un verdadero presupuesto y de sus propios impuestos, ambos instrumentos imprescindibles para que el poder político democrático intervenga en la economía y para practicar cualquier política correctora de la distribución de rentas y riquezas que realiza el mercado. Europa carece tanto de una política social como de una política laboral común. Y lo que aún es más grave, se imposibilita que en el futuro puedan existir al exigirse que en estas materias, al igual que en el tema fiscal, los acuerdos que se adopten tengan que ser por unanimidad, lo que resulta absolutamente inviable en una Europa de treinta países tan heterogéneos.

A las instituciones europeas se les niegan las competencias en todas aquellas materias que constituyen el núcleo del Estado social y que, de una u otra forma, se encuentra consagrado en las constituciones de todos los países europeos. De hecho, el tratado las reserva a los Estados miembros; pero el problema radica en que éstos se van a ver, a su vez, impotentes para llevarlas a cabo en el esquema que se dibuja. La actuación de los poderes públicos en la economía como contrapeso al mercado y al poder económico resulta obstaculizada por las propias instituciones comunitarias que, en la búsqueda frenética y fallida de un mercado perfecto, imposibilitan cualquier actuación pública que, según ellos, será discriminatoria. En ausencia de una política fiscal comunitaria, y sin que ni siquiera exista una harmonización de las políticas fiscales de los Estados miembros, éstas tenderán a ser cada vez más regresivas. Con el fin de atraer empresas y capital, cada país reducirá la carga impositiva que deben soportar, de manera que los sistema tributarios se configurarán con gravámenes indirectos y con aquellos que recaigan exclusivamente sobre las rentas del trabajo. Algo similar ocurrirá en la política social y laboral. En aras de la competencia, todos los Estados pugnarán en una carrera sin fin por adoptar condiciones laborales y sociales que favorezcan a las empresas, y que lógicamente serán más desfavorables para los trabajadores. En ese proceso, lejos de que los trabajadores de Lituania vayan acercándose en salario y jornada de trabajo a los niveles de los que gozan los trabajadores alemanes, serán los alemanes los que se acerquen a los lituanos.