La supuesta quiebra de la seguridad social

En este bipartidismo que nos domina, una mala costumbre se ha ido adueñando de los dos partidos mayoritarios: durante las campañas electorales el que está en el poder presenta el triunfo del otro como una amenaza para el futuro de las pensiones, y se proclama a sí mismo como salvador y garantía del sistema. Durante años fuimos testigos de cómo los gobiernos del PSOE se apropiaban del mérito de pagar a los pensionistas y advertían de que la llegada de la derecha al poder pondría en peligro esta prestación social. Ahora, el PP se comporta de manera similar y el presidente del Gobierno se coloca la medalla de haber saneado la Seguridad Social que, según él, se encontraba al borde de la quiebra en 1996, y de haber creado una hucha que mantiene la garantía de la viabilidad futura del sistema.

Si alguna razón de ser tenía el Pacto de Toledo, era la de lograr de los partidos el compromiso de no utilizar el pago de las pensiones como arma electoral. Pero, por lo visto, los compromisos se contraen para no ser cumplidos y las formaciones políticas no han renunciado nunca a emplear todo tipo de falacias con tal de conseguir el voto de los jubilados. No en balde hay ocho millones de pensionistas, ocho millones de votantes, cuyo ámbito de preocupaciones, después de las muchas tenidas a lo largo de su vida, se circunscribe en buena medida a cómo afrontar económicamente los últimos días de su existencia. Son, pues, presa fácil para la demagogia política.

Esta similitud de comportamientos entre los dos partidos mayoritarios resulta preocupante porque siembra la sospecha de que tanto unos como otros consideran las pensiones públicas como algo graciable de lo que se puede prescindir, o al menos reducir. Cuando piensan que están perjudicando a la otra formación política, en realidad lo que hacen es descubrir su concepción espuria sobre el tema. El simple hecho de dar como posible la quiebra de la Seguridad Social es ya un atentado al Estado social que consagra la Constitución. Nadie osa plantear la eventualidad de impago de la deuda pública.

La verdadera amenaza sobre las pensiones se cierne cuando se considera la Seguridad Social como algo distinto al Estado. El divorcio sólo es posible desde una concepción liberal, pero no desde los principios del Estado social. Según ellos la protección social no es algo accidental al Estado sino una propiedad de éste en el sentido aristotélico del término, algo que sigue a su esencia necesariamente.

Es esa concepción liberal, promovida por las entidades financieras y las organizaciones empresariales y transmitida por algunos expertos y políticos, la que se coló de rondón en el Pacto de Toledo. La separación de fuentes no se ha entendido como algo convencional, un mero instrumento para la transparencia y la buena administración, sino como algo sustancial, de forma que, lejos de garantizar las futuras pensiones, ha dado ocasión a que algunos conciban de manera abusiva la Seguridad Social como un sistema cerrado que debe autofinanciarse y aislado económicamente de la Hacienda pública, con lo queda en una situación de mayor riesgo y hace difícil toda mejora en las prestaciones.

No es el fondo de reserva creado en el Pacto de Toledo, la hucha de Aznar –inconsistente en teoría y ridículo por su montante en la práctica— lo que puede ofrecer seguridad a los futuros pensionistas, sino la garantía de que detrás del derecho a la prestación se encuentra el Estado con todo su poder económico. En el marco del Estado social, de ninguna manera se puede aceptar que las pensiones deban ser financiadas exclusivamente con las cotizaciones sociales. Son todos los recursos del Estado los que tienen que hacer frente a la totalidad de los gastos de ese Estado, también a las pensiones. La separación entre Seguridad Social y Estado es meramente administrativa y contable pero no económica, y mucho menos política; es más, tiene mucho de convencional, como prueba el hecho de que la sanidad y otros tipos de prestaciones que antes se imputaban a la Seguridad Social hoy se encuentran en los presupuestos del Estado o de las Comunidades Autónomas.

La Seguridad Social es parte integrante del Estado, su quiebra sólo es concebible dentro de la quiebra del Estado, y el Estado no puede quebrar; lo más acercarse a la suspensión de pagos, pero tan sólo si antes se hubiese hundido toda la economía nacional, en cuyo caso no serían únicamente los pensionistas los que tendrían dificultades, sino todos los ciudadanos: poseedores de deuda pública, funcionarios, empresarios, asalariados, inversores y, por supuesto, los tenedores de fondos privados de pensiones. Los apologistas de estos últimos, que son los que al mismo tiempo más hablan de la quiebra de la Seguridad Social, olvidan que son los fondos privados los que tienen más riesgo de volatilizarse, como ha demostrado la actual crisis bursátil.

Ante una hecatombe de la economía nacional muy pocos podrían salvarse, pero no parece que sea ése el futuro de la economía española a no ser que el dogmatismo liberal nos introduzca en una coyuntura parecida a la de Argentina. Desde hace treinta años la economía de nuestro país ha venido creciendo a una tasa media anual del 2,5% y la población apenas se ha incrementado, con lo que la renta per cápita a precios constantes ha aumentado en un 106%. Somos el doble de ricos que en los últimos años del franquismo. Y no hay razón para pensar que, al margen de oscilaciones cíclicas, la evolución en los próximos treinta años no sea similar. ¿Por qué razón las pensiones habrían de estar en peligro?

Previsiblemente, el problema a plantear en el futuro no va ser el de la falta de recursos sino el de su distribución, entre activos y pasivos y entre bienes públicos y privados. Las transformaciones en las estructuras sociales y económicas comportan también cambios en las necesidades a satisfacer y, por ende, en los bienes a producir. Es muy posible que la decisión que adopte el mercado en cuanto a éstos no se adapte, -en contra de lo que piensa el liberalismo económico-, a las verdaderas necesidades ni en su composición cualitativa ni cuantitativa. La vida urbana y el trabajo en el sector industrial y en el de servicios comportan nuevas contingencias o al menos más acusadas que en el mundo rural. La incorporación de la mujer al mercado laboral y el aumento en la esperanza de vida generan nuevas necesidades y exigen por tanto la dotación de nuevos servicios.

Hace ya tiempo que Galbraith anunciaba que todos estos cambios demandaban una redistribución de los bienes a producir y por lo tanto a consumir a favor de los llamados bienes públicos y en contra de los privados. Habrá quien diga que estos bienes y servicios, incluso las pensiones, los puede suministrar el mercado. Pero tal aseveración significa en realidad privar a la mayoría de la población de ellos. Muy pocos ciudadanos en este país podrían permitirse el lujo de costear todos estos servicios, incluyendo la sanidad, con sus propios recursos. ¿Cuántos españoles tienen la capacidad de ahorrar en cuantía suficiente para garantizarse una jubilación digna?

El pronosticado envejecimiento de la población de ninguna manera hace insostenible el sistema público de pensiones, pero sí obliga a dedicar un mayor porcentaje del PIB no sólo al gasto en pensiones, sino también a la sanidad y a los servicios de atención a los ancianos. Detracción por una parte perfectamente factible y, por otra, inevitable si no queremos condenar a la marginalidad y a la miseria a buena parte de la población, precisamente a los ancianos; una especie de eutanasia colectiva.

La verdadera amenaza para el sistema público de pensiones se encuentra en una concepción neoliberal de la economía que ha criminalizado los impuestos, de manera que ninguna formación política se atreve a proponer una política fiscal más agresiva. Las continuas rebajas fiscales -como es lógico perfectamente dirigidas a beneficiar especialmente a las rentas de capital, a las empresas y a los contribuyentes de ingresos altos-, están vaciando de contenido el sistema tributario, minorando su progresividad y limitándolo a la imposición indirecta y a gravámenes sobre las rentas de trabajo, al tiempo que reducen su futuro potencial recaudatorio. La presión fiscal en nuestro país es siete puntos inferior a la media de la Unión Europea.

Esta cicatería impositiva se traduce de forma inmediata en el déficit que España presenta en materia de protección social. Dedica a esta finalidad un 19% de su renta nacional, porcentaje siete puntos inferior a la media de la Unión Europea y el menor de todos los países, excepto el de Irlanda. Con el agravante de que la evolución en los últimos años viene siendo negativa. Este porcentaje se ha reducido en cuatro puntos desde 1993.

Algo similar ocurre si nos restringimos al tema de las pensiones. Una de las mentiras más extendidas es la de la supuesta generosidad de nuestro sistema público, adoptado como tópico en los informes de los distintos organismos internacionales. Cosa curiosa, porque para generosidad la que estos organismos tienen con sus funcionarios. Trabajar unos pocos años en cualquiera de ellos garantiza una suculenta pensión que ya quisieran los trabajadores más cualificados de nuestro país.

Esa versión idílica de las pensiones españolas proviene de unos planteamientos irreales, en los que, además, resultan difíciles las comparaciones internacionales. Parten de la siguiente pregunta: ¿Qué pensión percibiría en relación con su último salario una persona que hubiese cotizado el número máximo de años para alcanzar la pensión máxima (en España, 35) y se jubilase a la edad legal (en nuestro país, 65 años)? Este porcentaje que se sitúa en España por encima del 90% es superior al de muchos países de la UE, pero paradójicamente no a los de Portugal y Grecia. Por tanto, según este indicador, los países más pobres de la Unión son los más rumbosos con sus jubilados.

Nada menos cierto, porque el indicador anterior es un porcentaje teórico que ignora otros muchos componentes: la dinámica del mercado de trabajo, la penalización de la jubilación anticipada, topes máximos, salario mínimo, bases sobre las que cotizan determinados regímenes, pensiones mínimas, sistema fiscal, etcétera. Lo cierto es que la tasa real en nuestro país está muy alejada de ese porcentaje, no alcanza ni siquiera el 50% del salario medio. En el año 2001, la media de las nuevas pensiones de jubilación ascendió a 111.000 pesetas, mientras que el salario medio para el segundo trimestre de ese año fue de 227. 000 pesetas.

La prueba más palpable de que nuestro sistema público de pensiones tiene muy poco de generoso se encuentra en que España es el país de la UE que dedica menor parte de su renta a pagar las pensiones (9,9%), seguido de Portugal (10,1%) que, de acuerdo con el parámetro indicado anteriormente, aparece también como un país muy dadivoso con sus jubilados, incluso más que España. Por el contrario, Alemania, Holanda, Francia, Austria e Italia, países aparentemente menos magnánimos, gastan todos ellos en pensiones más del 13% del PIB. Difícil de entender.

Y difícil de entender es también que el PP se presente como el paladín de las pensiones cuando desde 1996 el gasto en esta prestación social ha reducido dos puntos su participación en la renta nacional.