Treinta y cinco horas

El primer ministro francés, en estado de coma desde las últimas elecciones europeas, viene afirmando que el escaso crecimiento que presenta en la actualidad la economía francesa es atribuible a la Ley de la jornada de 35 horas aprobada en tiempos de Jospin.

La ocurrencia de Raffarin me ha hecho evocar esa historia que de boca en boca se transmite por los pasillos de la vieja casa de Aduanas. Cuenta la leyenda que a todo nuevo ministro de Hacienda se le aparece el fantasma de Carlos III quien le anuncia que sobre su mesa de despacho encontrará tres sobres debidamente numerados. Cuando las cosas te vayan mal, le dice el espectro, deberás abrir el primero de ellos, y seguir el consejo que hay en su interior. Si de nuevo las cosas se tuercen, abre el segundo, y lo mismo con el tercero. Cada ministro sigue fielmente tales instrucciones. La primera vez que tiene dificultades la carta número uno le indica: “Echa la culpa a tu antecesor”; en la segunda ocasión, la misiva le insinúa: “Reestructura el Ministerio”; en la tercera: “Vete escribiendo los tres sobres para tu sucesor”.

Jean-Pierre Raffarin no se encuentra ya en la situación de seguir el primer consejo, sino más bien el tercero; es decir, preparar los tres sobres para quien le sustituya. Es absurdo que después de varios años de estar en el gobierno, recurra ahora a la Ley de las 35 horas. Entre otras razones porque la jornada de 35 horas nunca se ha aplicado en su integridad y los obstáculos puestos por las fuerzas económicas han terminado por descafeinar las prescripciones originales.

Raffarin apela ahora al discurso neoliberal, en el que toda mejora social es un grave inconveniente para la competitividad, y causa del cierre o traslado de las empresas. Nada nuevo. En 1816, cuando Owen elaboró con Peel un proyecto de ley por el que se prohibía para toda la industria del tejido que los niños menores de diez años trabajasen en las fábricas y se limitaba a doce horas la jornada a los menores de dieciocho años, los patronos pusieron el grito en el cielo y, amén de ponderar los efectos positivos que para formar el carácter de los infantes tenían dichas jornadas, alegaron que el nuevo proyecto daría ventaja a la industria extranjera y haría imposible que las empresas inglesas compitiesen en el mercado internacional. De haber hecho caso de tales argumentos, a estas alturas aún trabajaríamos 16 horas diarias.