Falacias electorales

En todas las campañas electorales son muchas las falacias que se repiten. De la que acaba de terminar, me quedo con dos que me parecen sobresalientes. Ambas las ha protagonizado Ibarretxe, quizás poniéndose la venda antes de que surgiese la herida. La primera consiste en afirmar que el lehendakari, o el alcalde si se trata de un ayuntamiento, debe ser el número uno de la lista más votada. El sofisma es antiguo y todos los partidos lo han empleado. El PSOE lo ha utilizado con frecuencia referido a los ayuntamientos y el PP, por ejemplo, en los casos de Madrid y Navarra. En realidad, lo defienden según las circunstancias y hacen oídos sordos cuando no les conviene.

El planteamiento de que debe gobernar la lista más votada no tiene ninguna consistencia en nuestro sistema político. Las elecciones en España no son presidenciales, aunque los medios de comunicación y los políticos tengan una acusada tendencia a convertirlas en tales. Los ciudadanos no eligen a los alcaldes ni a los presidentes del gobierno, sean nacionales o autonómicos, sino a concejales y a parlamentarios, y son estos, de acuerdo con la fuerza que hayan obtenido los distintos grupos y las alianzas que realicen, los que eligen a los alcaldes, al lehendakari o al presidente del gobierno.

Es, por tanto, absolutamente lícito y democrático que varios partidos se alíen para poner al frente de un ayuntamiento, de una comunidad autónoma o del gobierno de España a un determinado candidato o incluso para impedir que llegue otro. En esto, como ocurre casi siempre en política, se juega con el mal menor y se vota más en contra que a favor. La democracia no tiene por qué identificarse con un modelo mayoritario que tiende al bipartidismo. Este es bastante más imperfecto que el proporcional que, si funciona bien y sin tantas correcciones como el nuestro, posibilita el pluralismo. La combinación de alianzas y de consensos obliga a una mayor finura democrática que las mayorías aplastantes. Lo único que puede distorsionar ese juego democrático es cuando alguno de los partidos que suelen actuar como bisagras está regido exclusivamente por el objetivo de lograr ventajas y privilegios para las regiones de las que proceden.

La segunda falacia es la del autogobierno. Con el Estado de las autonomías se ha creado una mitomanía basada en el autogobierno, dando por supuesto que el gobierno de una comunidad es más propio del ciudadano que el de una nación y, por la misma razón, que el de Bruselas si existiese. En esa dinámica, no se comprende por qué motivo hay que pararse en las comunidades autónomas, y no continuar con la provincia, con el ayuntamiento e incluso con el distrito.

En la evolución histórica de la humanidad, al tiempo que la vida se ha ido haciendo más compleja y desarrollada se ha producido también una evolución pareja en las formas sociales desde las más simples –clan, tribu, etc.- a las más desarrolladas. El autogobierno no radica en la dimensión de la comunidad a la que se pertenece, sino en la perfección de las formas democráticas que se adopten y en la capacidad que tengan para dar respuesta a los retos que el desarrollo histórico plantea.

En la época de la globalización y con una integración económica y de mercados de ámbito mundial, el ideal estriba en que las unidades políticas sean lo más grandes posibles. ¡Ojalá la Unión Europea contase con un gobierno que pudiera recibir tal nombre!. Retornar al cantón, al clan o a la tribu es, además de retrógrado, suicida. El lehendakari no se ha cansado de repetir a lo largo de toda la campaña que lo importante es que las decisiones se tomen en Vitoria. La razón la situaba en que se traduciría en un mayor bienestar para los vascos. Afirmación bastante dudosa. Quizá sería cierta si se dijese que es para los políticos vascos. El bienestar para los ciudadanos de Euzkadi se halla en contar con un Estado fuerte que pueda dar respuesta a sus problemas y servir de contrapeso al poder económico globalizado. Y para eso Madrid, mejor que Vitoria; y Bruselas, mejor que Madrid.

La descentralización no siempre es positiva. En el origen de los grandes problemas que afligen hoy a los españoles se encuentra el haber concedido competencias sobre el suelo a los ayuntamientos.