Eurostat y las pensiones

Desde antiguo, la demografía ha servido para legitimar la desigualdad. Malthus agitó el fantasma de la superpoblación para justificar los salarios de miseria que durante todo el siglo XIX cobraba la clase trabajadora. Los pobres son los culpables de su situación. Todo incremento salarial se traduce, según el clérigo, en un aumento de la población que, a su vez, tiende a reducir los salarios. La miseria constituye la única forma de contener la extremada fecundidad de las masas. Solo porque la gente muere de hambre, la población no es mayor.

El tiempo se encargó de demostrar la falsedad que se escondía tras las aseveraciones de Malthus, pero eso no es óbice para que, hoy, las teorías demográficas vuelvan a usarse para incrementar y legitimar la desigualdad. Eurostat acaba de publicar las proyecciones demográficas para Europa hasta el año 2060. Los resultados ahora también se están utilizando para impulsar una nueva reforma de las pensiones y de la sanidad que pretende, como siempre, una reducción de las prestaciones y un paulatino deterioro del sistema con el pretexto de la sostenibilidad.

Nuestro país sabe mucho de esta estrategia, porque han sido también muchos los estudios emitidos y financiados, especialmente por las entidades financieras y por otras organizaciones guiadas por los mismos intereses económicos, que han pretendido demostrar, basándose en proyecciones demográficas la inviabilidad del sistema público de pensiones y la conveniencia de potenciar los fondos privados.

Pasados los años, todos los informes se han demostrado equivocados y el tiempo se ha encargado de desmentirlos, mostrando, por una parte, la falacia que se escondía tras los fondos privados de pensiones y, por otra, lo erróneo de las proyecciones realizadas, al surgir realidades nuevas que no se habían tenido en cuenta. Bien es verdad que tales estudios cumplieron su objetivo porque, aunque falsos, sirvieron para justificar reformas del sistema público encaminadas en su totalidad a reducir el importe de las prestaciones.

La mayoría de estos estudios eran, y son, por supuesto, tendenciosos; pero aun cuando se elaboren con la máxima objetividad, la probabilidad de error siempre es muy alta al pretender pronosticar lo que sucederá en un período tan dilatado de tiempo. Sin duda este vicio está también presente en las proyecciones que ahora publica la Unión Europea. Hacer pronósticos para el año 2060 no tiene ningún sentido. La prueba se encuentra en que el informe anterior, realizado no hace muchos años, anunciaban una pérdida neta de población a partir del año 2025 y el actual fija este punto de inflexión en el 2035.

El informe no sería susceptible de mayor reproche si se hubiese quedado en su propio ámbito disciplinario. Todo se reduciría a su mayor o menor fiabilidad y a lo adecuado o no de la metodología empleada; pero se traspasa los límites de lo lícito cuando se quiere aprovechar sus conclusiones para cuestionar la viabilidad de las pensiones públicas o de la asistencia sanitaria estatal, y plantear su reforma hacia cuotas de menor cobertura.

El mayor error, y también el mayor fraude, radica en esa extrapolación incorrecta porque, lo que es una opción política, se presenta como una necesidad económica. La hipótesis gratuita de la que se parte y que implica un juicio de valor, es que la financiación de las pensiones depende exclusivamente del número de trabajadores, cuando es la renta nacional (incluyendo los beneficios empresariales) la que debe financiarlas. Sea cual sea el número de trabajadores, el sistema público de pensiones será perfectamente viable si la renta per cápita no se reduce sino que, por el contrario, aumenta.

Bajo esta condición que es la que viene rigiendo desde hace largo tiempo en los países europeos, y es de suponer que continuará en el futuro, el problema de la sostenibilidad de las pensiones o de la sanidad pública no es un problema de carencia de recursos, sino de redistribución de los mismos. Lo que puede poner en peligro la economía del bienestar, y de hecho ya lo está haciendo, es una ideología que impele a repartir la renta de forma cada vez más desigual y destruye los instrumentos públicos de redistribución incluyendo los impuestos, especialmente aquellos que gravan los beneficios empresariales y las rentas de capital.

La equivocación parte de creer que son únicamente las rentas de los trabajadores, a través de las cotizaciones sociales, las que deben financiar las pensiones y la sanidad, cuando debe ser la renta nacional en su conjunto, la que lo haga, mediante un sistema impositivo que incluye, sí, las cotizaciones sociales, pero no como única fuente.

El porcentaje de población activa con respecto a la población total puede reducirse sin riesgo para las pensiones públicas, siempre que la productividad del trabajo continúe incrementándose y se distribuya adecuadamente, sin que el capital se lo apropie en su totalidad y siempre que el Estado cuente con instrumentos eficaces de redistribución para compensar el reparto inadecuado e injusto que efectúa el mercado.