Despotismo ilustrado

En nuestros días la política está alcanzando niveles extremos de desfachatez. Y cuando hablo de política no me refiero únicamente a los políticos. Las distintas reacciones ante los resultados del pasado referéndum rayan en lo esperpéntico, pero lo más dramático radica en que la opinión pública termina absorbiendo tamaños disparates con la misma voracidad que se empapa de la telebasura.

La satisfacción mostrada por el Gobierno y el partido socialista resulta impúdica, porque o bien implica un alto cinismo, intentando disfrazar de triunfo lo que ha sido para ellos un monumental fracaso, o bien es señal de un desprecio absoluto por la soberanía popular, convencidos de que hay que gobernar desde el despotismo ilustrado. ¿Cómo puede un gobernante sentirse legitimado para cambiar sustancialmente las reglas del juego cuando tan sólo uno de cada tres españole ha dicho que adelante?

La reacción del Partido Popular ha sido también de antología. Han señalado, eso sí, el batacazo que representa una abstención del 58%; pero lo han hecho no para mostrar la necesidad de cuestionarse los principios sobre los que se está construyendo la Unión Europea sino para utilizar el resultado como arma arrojadiza en contra del Gobierno y del PSOE. Los dos partidos mayoritarios se han enfrascado en todo tipo de reyertas, culpándose mutuamente de los resultados, en lugar de reconocer que algo falla en el proyecto europeo cuando los ciudadanos le dan la espalda. Tampoco Izquierda Unida ha estado muy acertada mostrando su contento por el resultado y pretendiendo apropiarse de los votos negativos. Aquí no se votaba a favor o en contra de las formaciones políticas sino para ratificar o no un tratado construido a espaldas de los ciudadanos, y que, a pesar de la campaña de intoxicación instrumentada, la gran mayoría de ellos, dos terceras partes, no lo han visto claro. Pero no han sido sólo los políticos los que han establecido un muro de disimulo. Los medios de comunicación y gran parte de los creadores de opinión han actuado de manera similar, alineándose con las tesis de su formación política favorita.

La enorme abstención que se produjo en las últimas elecciones al Parlamento de la Unión hizo entonar un mea culpa a todos los mandatarios europeos; pero por lo visto sus buenos propósitos han durado muy poco a la vista de que han seguido en sus trece, manteniendo la misma orientación de la construcción europea, como demuestra el texto del Tratado que se va a aprobar. Bien es verdad que su autocrítica jamás se ha dirigido al núcleo del problema. Nunca han pensando que podían estar equivocados, únicamente que no habían sido capaces de explicar adecuadamente sus tesis a la ciudadanía. Y lo cierto es que resulta difícil explicar lo que no tiene explicación. Si los ciudadanos conociesen mejor el proyecto, los resultados sin duda serían aún mucho peores.

El Gobierno español ha querido que España fuese el primero en la ratificación del Tratado. Afirmaba que para dar ejemplo e incentivar a los restantes países miembros. Yo creo que más bien era para lo contrario, para que los resultados de los otros países, que sin duda en muchos de ellos no serán demasiado halagüeños, no influyesen negativamente en los de España.

Pretender justificar el alto porcentaje de abstención porque lo mismo sucede en los otros Estados carece de sentido. Mal de muchos... epidemia, y epidemia es lo que evidentemente padece Europa. Pero el que todos los gobiernos y políticos europeos deban reflexionar sobre el tema y plantear medidas correctoras no quiere decir que los de España no deban hacerlo, y quizás los primeros ya que hemos sido los primeros en pronunciarnos.

El desprecio mostrado por el resultado puede tener en nuestro país un efecto añadido. Rovira se ha apresurado ha señalarlo. Si con la sola aquiescencia de un tercio de la población el Gobierno se siente legitimado para producir un cambio constitucional de tal envergadura –porque, diga lo que diga el Tribunal Constitucional, lo cierto es que se pasa de un Estado social a uno liberal– difícilmente se va a poder negar legitimidad a un proceso de autodeterminación, si se diera, con resultados similares.