Efectos de la reforma fiscal

La probabilidad de error en la teoría económica se incrementa en la misma medida en que los análisis se alejan del sentido común para adentrarse en vericuetos, sutilezas y alambicamientos que se parecen más a la pura invención que a razonamientos científicos. Esta ley se cumple también en materia tributaria.

La finalidad más clara e inmediata de los impuestos es, sin duda, financiar el gasto público y coadyuvar a una redistribución más equitativa de la renta que la que ofrece el mercado. No obstante, los teóricos de la Hacienda Pública se han empeñado en buscar tres pies al gato y han emborronado multitud de páginas asignándoles otras finalidades, lo que llaman efectos económicos de la tributación, impacto que sobre las magnitudes macroeconómicas generan las distintas medidas de política fiscal. En la mayoría de los casos, tal ejercicio se ha convertido en un puro jeroglífico, en el que lo más seguro es que ¿quién sabe?

Los efectos económicos de los impuestos son muy aleatorios y de difícil determinación, y su signo depende generalmente de una gran diversidad de variables; por ello resulta muy arriesgado diseñar una política fiscal en función de tales objetivos. Existe una alta probabilidad de que no se consigan y de que, incluso, se produzcan efectos contrarios a los deseados, tanto más cuanto que estos análisis casi siempre se realizan de forma aislada olvidando el coste de oportunidad, es decir, los efectos que producen las políticas alternativas.

Lo que sí ocurre a menudo es que los enemigos de la progresividad fiscal extraigan de estos análisis –dada su ambigüedad y que cada uno puede afirmar lo que quiera– pretextos y coartadas para ir en contra de la finalidad principal de los impuestos: la suficiencia recaudatoria para atender el gasto público y propiciar, con un sistema progresivo, la redistribución de la renta.

En los últimos días, el Gobierno ha presentado en el Congreso los resultados de la última reforma del impuesto sobre la renta. No deja de ser llamativo que todo el debate parlamentario entre Gobierno y oposición haya consistido en analizar el impacto que ha tenido sobre el consumo, el ahorro o la inflación. Y más llamativo aún es que, de acuerdo con las conveniencias, se declare una cosa o la contraria. Así, por ejemplo, el Ejecutivo ha dado pruebas de gran malabarismo: tan pronto afirmaba que la rebaja impositiva había favorecido el ahorro de las familias, como se esforzaba por demostrar que lo que había incentivado era el consumo y por ende la actividad económica, reduciendo el desempleo. A su vez, el PSOE ha centrado sus críticas en reprochar al PP que la reforma, lejos de haber incrementado el ahorro, había potenciado el consumo y con él la inflación.

Y es que, en esta materia, todo es posible y cada uno puede defender la teoría que más le guste, todo depende de las hipótesis de las que parta, especialmente si no se consideran los efectos que se producirían con políticas alternativas. Porque los 800 mil millones que ha costado la reforma –ahora se sabe ya que han sido 800 mil millones– no han descendido del cielo, y es de suponer que algo se hubiese hecho con ellos de no haberlos empleado en la reducción del impuesto.

Resulta, por ejemplo, un sofisma afirmar que parte del crecimiento económico y de la creación de empleo se debe a la rebaja impositiva. ¿Con qué grado de certeza se puede defender que el efecto sobre la actividad económica no hubiese sido el mismo o aun mayor de haber dedicado los 800 mil millones de pesetas a mejorar las prestaciones de los pensionistas, del seguro de desempleo, de los servicios sociales o de la sanidad? Incluso aunque el Estado no hubiese gastado dicha cantidad y la hubiese destinado a reducir el endeudamiento parece difícil mantener que el ahorro liberado por el sector público y puesto a disposición del privado no hubiera tenido un efecto similar. Es sorprendente que los publicistas de esa perogrullada que se denomina crowding out sean los que ahora, según sus intereses, se apunten a un keynesianismo, ciertamente adulterado, porque nunca a Keynes se le hubiese ocurrido realizar análisis tan superficiales.

Y lo mismo cabe decir de la inflación. ¿Cómo es posible que el reproche más fuerte que el partido socialista haya hecho a la última reforma fiscal sea su carácter inflacionario? El origen de la inflación, en este país, hay que buscarlo en la estructura oligopolística de los mercados y de la economía y en la capacidad, por tanto, de los empresarios para elevar los precios a su antojo, tanto más cuanto que el Gobierno ha abdicado de sus competencias de control y, en aras de una quimérica liberalización, ha dejado las manos totalmente libres a los poderes económicos.

La verdadera crítica a la reforma hay que hacerla desde la suficiencia y la progresividad. Y ahí hay mucho que censurar. ¿Cómo no recriminar el que en un país que tiene un déficit en gastos de protección social de siete puntos del PIB con respecto a la media europea, y la presión fiscal más baja de Europa (siete puntos también por debajo de la media) se renuncie a 800.000 millones de recaudación para favorecer, diga el Gobierno lo que diga, principalmente a las rentas altas?

Ni una sola de esas pesetas ha ido a parar a los más necesitados, esos cuatro millones largos de personas –la mayoría de los pensionistas, desempleados, trabajadores con salarios cercanos al mínimo– cuyos ingresos son tan exiguos que están exentos del IRPF. A quien nada paga nada se le puede rebajar. Pero es que, aun cuando nos centremos únicamente en los contribuyentes, el grueso de la tarta se la han llevado las clases altas. ¿Por qué el Gobierno no proporciona el desglose por tramos de esos 800 mil millones? No en porcentajes, no, sino en pesetas contantes y sonantes. Veríamos entonces que el 1% de los contribuyentes con rentas superiores a los 10 millones de pesetas (unos 150.000) habrán dejado de pagar por impuestos alrededor de 180 mil millones de pesetas (más de un millón per cápita), mientras que una cantidad similar se la tienen que repartir el 56% de los contribuyentes, los de rentas inferiores, 7 millones de personas.

Comprendo que este análisis es ir contra corriente o, lo que es lo mismo, contra quienes crean opinión. Entiendo que la nueva cúpula del PSOE, la del socialismo liberal o libertario y la de que rebajar los impuestos es ser de izquierdas, prefiera hablar de la inflación. Sin duda es más cómodo.