El triunfo de la derecha

Hace muchos años, James O´Connor señaló con perspicacia que “toda modificación importante en el equilibrio de las fuerzas políticas y de clase queda reflejada en la estructura tributaria”, y Marx, asimismo, afirmaba que “la lucha impositiva constituía la forma más antigua de la lucha de clases”. Los avances en el Estado del bienestar y los programas socialdemócratas estuvieron siempre acompañados de sistemas fiscales fuertes y progresivos. Se pensaba que las desigualdades económicas y sociales creadas por el mercado y los efectos nefastos de la acumulación capitalista podían ser corregidos, al menos parcialmente, con una estructura presupuestaria y tributaria que introdujese una cierta socialización en la economía, preservando al mismo tiempo cierta libertad de mercado. En todos los países occidentales se configuraron sistemas fiscales progresivos, basados en tributos tales como el de sucesiones, patrimonio, renta de las personas físicas o sociedades, conjugados de tal forma que compensaban en alguna medida las desigualdades del sistema capitalista.

Nuestro país mientras tanto estaba en otra honda; bajo la dictadura, poseía –como no podía ser de otra manera– un sistema tributario fuertemente regresivo y con escasa suficiencia. Sin entrar con detalle a examinar el sistema fiscal del franquismo, baste decir que se asentaba fundamentalmente sobre impuestos indirectos, que suponían más del doble de los directos. Éstos, a su vez, carecían casi de progresividad; no existía, por ejemplo, ningún impuesto sobre el patrimonio y tampoco uno unitario sobre la renta personal, gravando separadamente cada fuente de ingresos. No resulta por tanto extraño que, al llegar la democracia, una de las primeras tareas a acometer fuese una reforma fiscal que acomodase nuestro sistema fiscal al del resto de los países desarrollados. Pero, una vez más, íbamos contra corriente porque, muy pronto, en estos países comenzaría –coincidiendo con los gobiernos de Reagan y Thatcher– un proceso involutivo, al menos a nivel teórico, que cuestionaría todos los presupuestos fiscales anteriores.

Van a cumplirse treinta años de la Transición. La reforma fiscal aprobada el pasado viernes por el Gobierno del PSOE nos da la oportunidad de reflexionar acerca de cómo se ha terminado por configurar el sistema fiscal español. En estos treinta años han pasado gobiernos de todos los colores y, al margen de las lógicas trifulcas entre los que están en el poder y en la oposición o de aspectos insignificantes, lo cierto es que todos ellos parecen converger en los mismos parámetros y que apenas presentan diferencias sustanciales. Lo grave es que el diseño que se va imponiendo es el defendido por la derecha, y cuando hablo de derecha no me refiero tanto a la política –porque, como ya se ha dicho, en ella convergen casi todas las posiciones–, como a la económica e ideológica.

Se ha venido produciendo una involución legal y doctrinal que ha terminado por configurar un sistema en buena medida similar al que regía en los tiempos del franquismo. Las reformas realizadas por los Gobiernos del Partido Popular rompieron la unidad del impuesto de la renta y destruyeron su carácter de personal, retornando a los impuestos de producto en los que el gravamen es distinto según sea la fuente de renta. El PSOE en la oposición criticó con fuerza la tributación de las rentas de capital, pero ahora, en el Gobierno, la consolida. Éstas tributarán a un gravamen proporcional muy inferior a la tarifa que regirá para las otras rentas, en especial para las de trabajo. A su vez, el impuesto sobre la renta ha ido además perdiendo progresividad y se proyecta bajar así mismo el impuesto de sociedades.

Por una parte, la libre circulación de capitales en ausencia de armonización fiscal europea, y, por otra, el proceso de cesión de tributos a las Comunidades concediéndoles autonomía normativa, harán muy difícil que en el futuro los impuestos puedan adoptar un carácter progresivo. La cesión a las Autonomías del impuesto sobre el patrimonio y el de sucesiones aboca a estas figuras tributarias a tener un papel secundario, cuando no a desaparecer. Es suficiente que una Comunidad Autónoma los elimine, tal como ha hecho la de Madrid con el de sucesiones, para que el resto de las Comunidades se vean obligadas a hacer lo mismo.

Si como decíamos al principio la estructura tributaria es un buen indicador de la correlación de fuerzas y de los equilibrios sociales y económicos, contemplando el actual sistema fiscal podemos decir sin ambages que ha triunfado la derecha. El proyecto de reforma impositiva del actual Gobierno lo confirma.