Las grandes líneas económicas 1989-2004

Si existe un fenómeno que haya caracterizado la economía española a lo largo de estos quince años es su incorporación a lo que se ha dado en llamar capitalismo global, y es también en este periodo cuando ese capitalismo global ha crecido y se ha consolidado en Europa. La apertura exterior de nuestra economía se venía produciendo desde muy atrás, desde 1960. Incluso se podría situar la fecha de 1986, con la incorporación al Mercado Común y la desaparición por tanto de los últimos restos de medidas proteccionistas, como el momento clave en el proceso de globalización de nuestro país. No obstante, tal como afirma Osoros, la adopción del libre comercio no es suficiente para calificar a un sistema de capitalismo global, sino que se precisa también la libre circulación de factores de producción -en especial el capital-, y es en 1989 con la entrada en vigor del Acta Única, cuando la libre circulación de capitales se adopta en toda Europa y, por lo tanto, en España.

Las mismas cifras de comercio exterior corroboran lo dicho. El grado de apertura de la economía española (medido por el porcentaje que la suma de importaciones y exportaciones representa del PIB) apenas varía de 1986 a 1990. A partir de este año se incrementa sustancialmente, pasando del 38% al 58% en el 2004.

Desde el primer momento, los hacedores del proyecto europeo comprendieron la conveniencia de que la libre circulación de capitales se complementase con la Unión Monetaria. Pensaban que la primera era imposible de mantener si no se contaba con la segunda. La moneda única, tanto en su preparación como en su implantación, constituye otro de los signos definitorios en materia económica de esta etapa. En una primera fase el SME asume el protagonismo. Se concibe como una necesidad a efecto de estabilizar los tipos de cambio de las monedas y, además, como ensayo y preparación de lo que se consideraba solución definitiva: la implantación del euro.

La experiencia no resultó nada satisfactoria. Entre septiembre de 1992 y agosto de 1993 tres monedas europeas, entre ellas la peseta, sufrieron repetidos ataques de los mercados financieros, haciéndose patente así que los gobiernos eran impotentes para defender sus divisas si se desataba contra ellos la especulación. Las sucesivas devaluaciones y la gran inestabilidad cambiaria creada forzaron a la Unión a ampliar la banda en la que se podían mover las distintas monedas, fijando ésta en un ±15%. Una franja tan amplia significaba en la práctica declarar la defunción del SME o, lo que era lo mismo, la libre flotación de los tipos de cambio.

Podría pensarse que el fracaso cosechado por el SME iba a dar al traste con el proyecto de Unión Monetaria, pero la reacción de los mandatarios internacionales fue la contraria. Achacaron el fallo al carácter de reversibilidad que poseían los tipos de cambio en el SME, lo que no ocurriría en la futura Unión Monetaria. Urgía constituirla, por tanto, y con el mayor número de países posibles. Para ello se fueron flexibilizando progresivamente los criterios de convergencia, de forma que todos los Estados que lo desearon pudieron integrarse en el euro. El razonamiento tenía, sin duda, su parte de verdad, pero olvidaba que de existir problemas la moneda única no los soluciona sin más, sino que los traslada a la economía real. De todos modos, y sea cual sea la opinión que se tenga de la Unión Monetaria y de sus futuras secuelas, lo que resulta innegable es que su constitución ha significado un cambio sustancial en la realidad económica de los países miembros y que constituye un hito importante a destacar del tiempo que estamos analizando.

El proceso de globalización económica ha generado otros dos fenómenos sustantivos en esta etapa: las privatizaciones y las fusiones. Las instituciones de Bruselas han situado como uno de sus principales objetivos la eliminación de todas aquellas trabas que pudieran obstaculizar el funcionamiento competitivo de los mercados y han forzado a los Estados Miembros a su liberalización. Es cierto que no es lo mismo liberalizar que privatizar. No hay nada en el Tratado de la Unión que se oponga a la propiedad pública de determinadas empresas. Las únicas restricciones han ido encaminadas a que los gobiernos no rompiesen las reglas del juego favoreciendo a las sociedades estatales con ayudas públicas, en perjuicio de otras empresas privadas. Criterio que puede ser un tanto discutible ya que esa actitud rigorista no se ha aplicado de la misma manera a los grandes holding privados que sí pueden beneficiar a sus filiales mediante sistemas más sibilinos como el de los precios de transferencia.

En cualquier caso, muchos gobiernos han identificado en la práctica liberalización con privatización. Concretamente en España a lo largo de estos años se ha vendido la casi totalidad de las empresas públicas, originándose un colosal cambio de propiedad. Lo elevado de las cifras constituye un buen indicador de la importancia del fenómeno: más de siete billones de pesetas entre los gobiernos del PSOE y del PP. Sea cual sea el juicio sobre este hecho lo cierto es que ha constituido una revolución económica, solo comparable a la desamortización de Mendizábal, y que ha afectado a todos los sectores estratégicos: electricidad, gas, petróleo, transportes, comunicaciones, banca, etcétera. La gran mayoría de estos mercados están aún muy lejos de liberalizarse, habiéndose cambiado tan sólo monopolios públicos por oligopolios privados.

Si en el ámbito industrial y especialmente en el manufacturero se puede hablar de un mercado único dentro de la Unión, la situación es diferente en los servicios. De hecho, en muchos de ellos los mercados continúan siendo locales, en poder de las empresas nacionales, y en buena medida cerrados por distintos mecanismos a las sociedades extranjeras, que cuentan con obstáculos infranqueables. En esta ambigüedad se mueve el fenómeno de las fusiones. Por una parte, las empresas tienden a ellas con la excusa de tener que actuar en mercados mucho más amplios y de que para poder competir precisan incrementar su tamaño; pero, por otra, al continuar los mercados en buena medida cerrados, los gobiernos y la propia UE son recelosos de que se pueda reducir aún más la competencia, e introducen correcciones y cortapisas a la concentración. A lo largo de estos años el fenómeno ha estado presente en nuestro país, especialmente en el sector bancario, donde las fusiones llevadas a cabo han sido muy significativas. El Central, el Santander y el Hispano han dado lugar a una sola entidad financiera, y lo mismo ha ocurrido con el Bilbao, el Vizcaya y Argentaria. En la actualidad, los llamados siete grandes bancos han quedado reducidos a tres. Las Cajas de Ahorro, por su parte, han seguido un camino similar. En otros sectores, las fusiones no han sido tan importantes y muchas veces han quedado limitadas a intentos o a simples rumores.

La libre circulación de capitales ha dejado también su impronta en el ámbito fiscal, laboral y social. El argumento de que el capital podría emigrar a parajes más acogedores presiona sobre todos estos ámbitos de la realidad económica. A lo largo de esta etapa se mantiene la necesidad de liberalizar el mercado laboral, es decir, eximir a los empresarios de todo tipo de obligaciones que no sean las pactadas directamente con los trabajadores. Las condiciones laborales se deterioran y los salarios crecen bastante menos que el excedente empresarial. En política fiscal, se defiende la conveniencia de reducir el gravamen a los empresarios y a las rentas de capital, se combate la progresividad en los impuestos y se prefieren los indirectos frente a los directos; y en cuanto a la protección social, se opta por urgir su modificación en la idea de que en una economía globalizada resulta imposible conservar el estatus actual. Al son de la nueva palabra mágica, competitividad, en toda Europa se suceden las reformas laborales, fiscales y sociales, aunque en honor a la verdad hay que afirmar que la resistencia de los trabajadores y los sindicatos ha impedido en ocasiones que se llevasen a cabo, o al menos que se aplicasen en su totalidad.

Resumiendo, en esta etapa se ha iniciado en Europa y concretamente en España una verdadera revolución económica que se traduce en un cambio sustancial de los parámetros políticos y sociales: incorporación al capitalismo global, apertura de la economía al exterior, moneda única, con una política monetaria común y autónoma de los gobiernos y del Parlamento europeo, desmantelamiento del sector público empresarial, fusiones y concentración de empresas, desregulación del mercado laboral, políticas fiscales más regresivas y reformas que tienden a la reducción de lo que se ha dado en llamar Estado del bienestar. Tal cambio, por supuesto, se venía incubando en los años anteriores; sus últimas implicaciones y consecuencias están por llegar. Quizás ni las imaginamos. El futuro dirá.