Puzzle administrativo

Más allá de los seguidores incondicionales de uno u otro partido, que como es lógico toman posturas radicales a favor o en contra, el comentario que mayoritariamente se escucha después de las elecciones es que la alternancia siempre es buena. Y en efecto es así, el poder no sólo corrompe sino que también ciega y hace que los gobernantes terminen divorciándose de los ciudadanos que los eligieron. Por eso, que cada cierto tiempo se produzca el cambio es una medida de higiene democrática, y devuelve a los políticos su condición de mortales. Sartre afirmaba que el hombre es un ser para la muerte, y el alto cargo debería ser consciente desde el primer día de su nombramiento de que es un ser para el cese. Porque éste, antes o después, se producirá.

Pero lo que es bueno para la política no lo es para la Administración. La separación entre ésta y el Gobierno es uno de los principios de un sistema democrático. El Gobierno dirige la Administración, pero el funcionamiento de la máquina administrativa debe realizarse siguiendo pautas y procedimientos objetivos al margen de cualquier interferencia partidista. El óptimo es que la alternancia en el Gobierno, aun cuando cambien las orientaciones o preferencias ideológicas, obstaculice lo menos posible la actividad rutinaria y del día a día de la función pública.

Los partidos, sin embargo, cuando ganan las elecciones sienten la tentación de partir de cero y colocar la Administración patas arriba. Durante el tiempo de oposición, y más concretamente en las campañas electorales, a menudo con gran desconocimiento de la función pública, realizan promesas que se ven abocados a cumplir cuando llegan al poder, muchas de ellas incluso antes de sentarse en los sillones y conocer por dentro el funcionamiento de la Administración. Un falso concepto de la austeridad o el ansia de conformar la estructura administrativa a las conveniencias de los nombramientos, les llevan a cambiar la organización y las estructuras sin calcular su coste.

En 1996 cuando el PP ganó las elecciones, sin que se hubiera producido aún la toma de posesión de los distintos cargos, se enfrascó en la eliminación de no sé cuántas direcciones generales por la sola razón de que demagógicamente lo había prometido en su programa como muestra de austeridad. El recorte se realizó desde un despacho de Génova en la más absoluta de las abstracciones y con total desconocimiento de sus implicaciones prácticas. Y así, pasó al BOE. El resultado fue desastroso. La selección realizada carecía de todo sentido. El impacto sobre el gasto público fue nulo, ya que las estructuras de las direcciones suprimidas -como no podía ser de otra forma- continuaron subsistiendo, aunque ahora sin director general y añadidas a otras direcciones generales, con la correspondiente disfuncionalidad.

Ahora el PSOE, por lo que se va conociendo, pretende también cambiar la organización de los ministerios: fusiones, separaciones, creaciones, etcétera. Cuesta poco explicitarlo en un papel y llevarlo al BOE. Pero mucho me temo que la plasmación en la realidad puede tener paralizada o en bajo rendimiento a la Administración durante varios meses, es posible que incluso años, hasta que se recupere por completo la normalidad.

Aun cuando la Constitución y el ordenamiento jurídico tienen previstos mecanismos para que no exista vacío de poder durante los procesos electorales, lo cierto es que en estos periodos, y más si se produce la alternancia en el partido del Gobierno, la Administración permanece a medio gas. Es un coste previsible y lógico del sistema democrático, pero que se debe minimizar. No obstante, lejos de reducirse el coste de la disfuncionalidad, se eleva a la enésima potencia cuando, como si de un puzzle se tratase, se trocea la Administración para volverla a conformar y organizar en ministerios distintos. En estos momentos en los que se habla tanto de la evaluación de las políticas de gasto, sería conveniente que alguien calculase el coste de estas desorganizaciones y organizaciones administrativas.