Banco malo, banco bueno

La economía española terminaba el año 2007 –cuando ya se estaba incubando la crisis - con un superávit en las cuentas públicas de un 1,9% del PIB, un stock de deuda pública del 36% del PIB, casi la mitad que el de Alemania (66,7%) y el de Francia (64,2%), y a años luz del de Italia (103,1%), pero con un enorme déficit por cuenta corriente en la balanza de pagos del 10%. No hacía falta ser doctor en Economía ni pertenecer a ese grupo selecto de economistas de FEDEA (con las grandes empresas del país detrás, siempre se es selecto), para percatarse de dónde se encontraba el punto débil de la economía española. Desde luego, no en las finanzas públicas, sino en el endeudamiento exterior que, a juzgar por los datos anteriores, no podía ser más que de carácter privado. ¿Y dónde se iba a concentrar ese colosal endeudamiento exterior sino en los bancos?

Pero, ¡oh, monumento a la estupidez!, a pesar de ello, con todo el sistema financiero internacional ardiendo, nuestras instancias oficiales y no oficiales sacaban pecho y afirmaban que nuestros bancos estaban muy sanos gracias a la extraordinaria labor de supervisión del Banco de España. Y cuando los flujos crediticios se cortocircuitaron y el dinero no llegaba a los particulares y a las empresas, se añadía que solo era un problema de liquidez, no de solvencia, debido a la crisis internacional y a los mercados financieros. Y no fue solo Rodríguez Zapatero quien tal postura mantenía, como ahora se quiere hacer ver, sino también el Banco de España, la oposición, todas las instancias económicas y empresariales, los llamados expertos y creadores de opinión, incluso ciertos organismos internacionales. Apenas hubo voces discrepantes. Los doctos economistas de FEDEA (algunos de los cuales lanzan ahora desde el Financial Times proclamas apocalípticas; eso sí, vacías de contenido) estaban muy ocupados suscribiendo manifiestos sobre el abaratamiento del despido o la reforma del sistema de pensiones. ¿Cómo iban a denunciar que en el vientre de sus patronos (en los balances bancarios) se encerraba la bestia (una ingente cantidad de activos tóxicos)?

Desde las páginas de este diario digital y desde el periódico Público mostré varias veces mi escepticismo ante visión tan optimista. Resultaba evidente que nuestros bancos no podían estar contaminados como lo estaban otros bancos europeos por las hipotecas subprime. Los bancos españoles habían salido a los mercados internacionales no a invertir, sino a solicitar financiación; pero era muy probable, como después se ha comprobado, que tuviesen en sus balances sus propias hipotecas subprime, créditos de imposible cobro, ciertamente a particulares por vivienda, pero de mucha más importancia a promotores, avalados por suelo, carente en este momento de todo valor. La escasez de crédito a empresas y particulares era signo claro de que los recursos bancarios estaban inmovilizados en activos de imposible realización. Por otra parte la línea divisoria entre los problemas de liquidez y de solvencia es muy tenue. Los activos tóxicos han conducido ya a la insolvencia de algunas entidades; mientras que es posible que otras hayan podido evitarla mediante remanente de recursos propios, pero en ambos casos el grifo del crédito permanece cerrado con efectos devastadores para la economía.

Los distintos gobiernos y el Banco de España han ido reconociendo el problema con cuentagotas y a remolque de las circunstancias, a medida que la cruda realidad se iba imponiendo, pero manteniendo siempre la tesis de que se trataba de excepciones aisladas. Los mercados, es decir los inversores (y los especuladores, si se quiere,) más avispados, han extendido la desconfianza hacia todas las entidades financieras españolas que llevan tiempo apartadas de los mercados financieros y financiándose exclusivamente a través del BCE. Es más, han puesto también en entredicho la deuda pública española, seguros de que al estar en la Unión Monetaria el Gobierno español no sería capaz de seguir el ejemplo de Islandia, dejando caer a sus bancos y permitiendo que el coste se transmitiera a los deudores extranjeros, casi todos europeos.

En España se han perdido por lo menos tres años desde que los otros países acometieron el saneamiento de sus sistemas financieros. Se han aprobado unas diez reformas bancarias, más bien parches que en absoluto solucionaban de manera definitiva el problema. La situación se ha podrido, y ha sido la causa, al menos en parte, del grave estado económico actual. Nos enfrentamos ahora a una enésima reforma, con la diferencia de que esta viene impuesta por Europa -bajo la forma de rescate bancario, pero que no se sabe si en realidad a quien se rescata es a los bancos franceses y alemanes- y de que, hoy por hoy, recae sobre los contribuyentes españoles.

Entre los requisitos impuestos por la Unión Europea en el memorando figura la creación de un banco malo. Malo o bueno, todo depende de las condiciones con las que se cree; especialmente, del precio al que se fijen los activos a transferir, lo que desde luego es un problema complejo. El memorando habla del precio razonable a largo plazo. Si ya es difícil saber lo que se entiende por precio razonable, tanto más a diez años vista. Sin embargo, este criterio va a ser esencial a la hora de determinar los costes. Si se sobrevalora el precio de los activos tóxicos, tal como ha ocurrido en Irlanda, se beneficiará a los accionistas y a los acreedores, pero se perjudicará a los contribuyentes.

El tema es aun más relevante en el caso español, porque si fuese cierto que una vez que el BCE asumiese la supervisión bancaria los recursos europeos que se van a trasferir a nuestro país se contabilizasen como créditos a los bancos y no al Reino de España -lo cual ciertamente está en el aire porque las afirmaciones en Europa se dicen y se desdicen con toda ligereza-, sería difícil pensar que tal medida se aplicase al banco malo. Si arroja pérdidas, estas irán ineludiblemente a las espaldas del contribuyente.

Ligado con lo anterior está un problema también de suma trascendencia, determinar la pérdida de los accionistas y especialmente de si los acreedores, concretamente los extranjeros, van a asumir alguna quita. La palabra puede asustar en principio, pero conviene desdramatizarla considerando ciertos datos. Desde su creación en 1999, y por seguir la política impuesta por Alemania, el euro se ha revalorizado un 37% frente al dólar, un 38% frente a la libra, un 52% frente al rublo, un 56% frente a la rupia, un 30% frente al real brasileño, un 92% frente al peso mexicano, etc. Hasta el yuan, que tenía ya en 1999 un tipo de cambio infravalorado, se ha depreciado un 14%. Todos los bancos de la Eurozona, de forma silenciosa y sin que nadie se entere, han tenido que sufrir a lo largo de estos años una quita forzosa y gradual -pero no por eso menos real- de todos los créditos, sean públicos o privados, nominados en dólares, en libras y en el resto de monedas que se han depreciado.

De estar fuera de la Unión Monetaria, Grecia, Irlanda o España no precisarían acometer ninguna quita explícita, ya que esta se habría producido de manera discreta, tal como ha sucedido con EE UU o con el Reino Unido. Lo que el país heleno ha realizado, o lo que el Gobierno español debería realizar con los bancos españoles insolventes, es tan solo lo que otros han hecho poco a poco, sin sufrir por ello la sanción de los mercados ni el anatema político.

El analista del Financial Times, Martin Wolf, escribía hace poco: "Es crucial que la deuda soberana no sea nunca sacrificada por los acreedores de los bancos. Islandia se puede felicitar de haber evitado la locura irlandesa". Esperemos que España también lo evite, aunque en honor a la verdad, parece ya un poco tarde.