El impuesto sobre el patrimonio

       Si en general en los temas económicos abunda la manipulación del lenguaje, ¿qué decir de esa parcela tan crítica que constituyen los impuestos? La mayoría de las reformas tributarias van encaminadas en casi todos los países a beneficiar a las rentas altas; sin embargo, los gobiernos –sean del signo que sean– deben disfrazar sus intenciones.

 

       Así, para criticar el Impuesto sobre el Patrimonio, PP y CiU hoy, al igual que el PSOE en el pasado, recurren a los argumentos más peregrinos. Uno de los más socorridos es el de la doble imposición. Afirman que se contribuye dos veces porque los recursos que se pretenden gravar han tributado ya por el IRPF. De acuerdo con esa visión tan estrecha, o tan ancha, de la doble imposición, solo podría existir un único gravamen. Dado el flujo circular de la renta, todos los impuestos  incurrirían en doble imposición. ¿Acaso no tendríamos que hablar de doble imposición en el IVA o en los impuestos especiales, ya que los recursos que dedicamos al consumo han sido previamente gravados en el Impuesto sobre la Renta? En el Impuesto de Transmisiones, ¿no son los mismos bienes los que se gravan en una serie indefinida de transacciones? ¿Y qué decir del Impuesto sobre Bienes Inmuebles?, este sí que es un impuesto sobre el patrimonio, solo que generalizado, no progresivo, que recae exclusivamente sobre los bienes inmuebles, con lo que afecta principalmente a las rentas bajas. Nadie ha pedido, sin embargo, su supresión; todo lo contrario, se está incrementando de forma espectacular, entre otros motivos para compensar la reducción del Impuesto de Actividades Empresariales.

 

       Lo cierto es que un sistema fiscal justo y eficaz debe conformarse como un sólido edificio arquitectónico en el que las distintas figuras se entrelazan y recaen sobre aspectos distintos de una misma realidad, sin que eso signifique que exista doble imposición, sino mera complementariedad en los gravámenes.

 

       El Impuesto sobre el Patrimonio y el de la Renta ciertamente son complementarios, pero no solo porque el primero pueda utilizarse como un elemento de control del segundo (versión de algunos para jibarizarlo), sino porque puede desvelar aspectos de la capacidad de pago que el Impuesto sobre la Renta no capta en su totalidad.

 

       Tradicionalmente se ha venido aceptando que dos personas tienen capacidad económica distinta si sus rentas, aun cuando sean cuantitativamente iguales, en un caso provienen del trabajo y en el otro del patrimonio. La segunda es superior a la primera, aunque no sea más que por la mayor tranquilidad con la que su poseedor puede contemplar el futuro. Por otra parte, en el Impuesto sobre la Renta las ganancias de capital aparecen solo como ingresos –y, por lo tanto, gravadas– cuando se realizan, con lo que la carga se puede diferir indefinidamente. A todo ello viene a dar respuesta el Impuesto sobre el Patrimonio. Bien es verdad que los razonamientos anteriores suenan a hueros en los momentos presentes, cuando los distintos países han trastocado los valores de tal manera que son las rentas del trabajo las que se gravan en mayor medida que las del patrimonio, y se tiende a que las ganancias de capital tributen lo menos posible.

 

       Otra razón viene a respaldar el mantenimiento de un impuesto sobre el patrimonio, la existencia de determinados bienes de lujo o improductivos que no generan ingresos, por lo que no serían nunca gravados en un impuesto sobre la renta.

 

       El Impuesto sobre el Patrimonio tiene sentido tanto en un Estado liberal como en un Estado social. En el primero porque, según sus planteamientos, una de las principales razones de la existencia del Estado, por no decir la principal, es garantizar y defender el derecho a la propiedad y los bienes de los propietarios. No es de extrañar, por tanto, que Locke se convirtiese en el primer defensor de este impuesto, ya que parece lógico que sean precisamente los propietarios los que contribuyan en mayor medida a los gastos del Estado. En un Estado social, porque entre sus finalidades esenciales se encuentra la de remover los obstáculos que se oponen a la igualdad efectiva. Una economía de mercado propicia la acumulación de capital y por esa razón las diferencias serán cada vez mayores y la desigualdad más acusada si no se articula un sistema fiscal progresivo con impuestos potentes sobre la renta, sobre sucesiones y, por supuesto, sobre la riqueza y el patrimonio.

 

       La segunda razón esgrimida por los detractores del impuesto para tildarlo de injusto es, cómo no, que recae exclusivamente sobre las clases medias, puesto que los contribuyentes de ingresos elevados se escapan de su gravamen mediante la creación de sociedades interpuestas. No es, desde luego, un argumento muy original, un razonamiento similar se ha utilizado cuando se trataba de reducir la progresividad del IRPF o de eliminar el Impuesto sobre Sucesiones y Donaciones. Siempre el mismo discurso con su buena dosis de cinismo, sobre todo cuando después se reduce el Impuesto sobre Sociedades o cuando se las exime de tributar por los incrementos patrimoniales o se eliminan los mecanismos de transparencia que permitían imputar a los socios los beneficios y patrimonios de la sociedad.

 

       Si las grandes fortunas eluden tributos tales como el IRPF, Patrimonio o Sucesiones es únicamente porque el poder político se lo permite. Las sociedades no se encuentran flotando en el aire, tienen accionistas que pueden ser identificados con facilidad, y los valores de aquellas incorporarse al patrimonio de sus dueños. El Estado dispone de suficientes mecanismos para evitar la evasión o la elusión (para el caso, da lo mismo) de este impuesto. Los agujeros legales son de todos conocidos. Se concretan en las múltiples exenciones que los distintos gobiernos han ido acumulando y manteniendo, entre las que destacan sobre todas la exención del patrimonio empresarial y la de los seguros de vida irrevocables. El colmo de la hipocresía consiste en crear una normativa para permitir la elusión de las grandes fortunas y mantener luego que como estas no pagan hay que suprimir el impuesto. En cualquier caso, algunos políticos tienen una concepción un tanto extraña de la clase media. ¿Cuántas personas poseen, incluyendo la casa propia, un patrimonio de un millón de euros?

 

       En lugar de haber suprimido este impuesto, el PSOE debería haberlo reformado, comenzando por convertirlo en un impuesto estatal. La cesión a las Comunidades Autónomas constituyó, al igual que en el caso del de Sucesiones, un inmenso error. Primero, porque su recaudación se concentra en Madrid y Barcelona y, segundo, porque las distintas Autonomías pueden entrar en una competencia desleal que dejaría el gravamen vacío de contenido. Por ello se entiende mal que Rubalcaba esté continuamente pregonando a qué va a dedicar los mil millones que piensan recaudar, ya que de esa cantidad el Estado no va a ver nada. Lo que sí se entiende bien es la reacción de los portavoces del Partido Popular que no quieren ver este impuesto ni en pintura. ¿Por qué será?