El muro

Como todos los años, la semana pasada la ONU hizo público su informe sobre el desarrollo humano. Elabora un índice para 177 naciones en el que además de la renta per cápita se tienen en cuenta otras variables como la esperanza de vida, o el acceso a la sanidad y a la educación. Eso hace que la ordenación de los países no coincida exactamente con su nivel de riqueza. EEUU, por ejemplo, que es el país con mayor renta per cápita después de Luxemburgo, no ocupa el segundo lugar en el ranking de países desarrollados sino el octavo, por detrás de otras naciones con menores rentas, tales como Noruega, Islandia, Australia, Irlanda, Suecia, etc. Y es que, como sostiene en su informe la misma ONU, “la riqueza de los países no genera por sí sola desarrollo”, y se precisa de determinadas estructuras que la traduzcan en bienestar social, estructuras que en EEUU cuentan con importantes déficit.

La afirmación de la ONU me recuerda aquel dicho popular, fino exponente de resignación social, de “la riqueza no da la felicidad”; bien es cierto que siempre ha habido quien se ha apresurado a añadir la coletilla de “pero ayuda bastante”. Dicho de otro modo, la riqueza no dará la felicidad, pero sin riqueza es bastante difícil alcanzarla. No habrá una correlación perfecta entre la riqueza de las naciones y el nivel de desarrollo social, pero de lo que no se puede dudar es que aquélla es una condición “sine qua non” para tener un grado aceptable de desarrollo social.

Los datos del informe son estremecedores. Más de cuatrocientos millones de pobres ganan igual que las quinientas personas más ricas del planeta. Mil millones de personas tienen que vivir con menos de un dólar diario. La esperanza de vida de los habitantes de los países con menor índice de desarrollo es treinta y dos años inferior a la de los habitantes de los países más desarrollados. Entre Noruega –que ocupa un año más el primer lugar– y Nigeria –que, también un año más, ocupa el último– la diferencia es abismal. La riqueza media de los noruegos supera cuarenta veces la de los nigerianos, y éstos viven, por término medio, la mitad que aquéllos.

Quien piense que un mundo herido por tal cúmulo de desigualdades puede ser estable se equivoca. A los países ricos cada vez les costará más mantener el statu quo y salvaguardar su situación privilegiada. EEUU construye un muro para librarse de la emigración de los países del sur, para impedir que los pobres accedan a lo que para ellos aparece como paraíso de bienestar y de abundancia. Europa, a su vez, se fortifica y se enroca. Tras tantos años demandando la caída del muro de Berlín ahora construimos otro en sentido inverso. Después de censurar duramente aquellos regímenes porque cerraban sus fronteras para que nadie pudiese salir, ahora las cerramos para que no entren. Predicamos la globalización, pero, por lo visto, sólo para que el capital pueda moverse libremente y empobrecer aún más a los países pobres. Pero, cuando se trata de personas, la globalización se convierte en la más absoluta autarquía. El dinero puede moverse las personas no.

Si EEUU cree que el muro va a evitar la emigración se equivoca, al igual que se equivoca Europa si supone que va a evitar con leyes –en España vamos por la quinta– los flujos migratorios. Ante las desigualdades que el informe de la ONU enuncia, no hay muros ni leyes que puedan impedir que los miles de desheredados intenten acceder a un mundo mejor. Para quien arriesga la vida una y otra vez al cruzar el estrecho en una pantera o recorriendo muchos miles de kilómetros hacinados en un camión y sin respiración, no hay leyes ni muros que puedan contenerles.