El déficit y las Autonomías

Es sabido el triste destino al que nos tiene condenados la ley electoral: o bien a que el gobierno de turno cuente con mayoría absoluta o bien a que sea rehén de algún partido nacionalista. En el primer caso, se resienten los mecanismos democráticos y se termina en prácticas despóticas; en el segundo, los intereses generales ceden ante las conveniencias de algunas regiones. Actualmente nos encontramos en esta última situación. Me temo que a lo largo de la legislatura vamos a ver una vez más cómo la voluntad de la gran mayoría de españoles se pliega a la de unos pocos.

Hemos empezado por el déficit público y la Ley de Estabilidad Presupuestaria. Nunca me he alineado entre los que anatematizan todo déficit público. Considero que tras tal dogmatismo lo que se oculta realmente es la voluntad de reducir el gasto público y minimizar la política redistributiva. Curiosamente el déficit casi nunca aparece como obstáculo para reducir los ingresos. Pero, dicho esto, conviene señalar también que, como cualquier unidad económica, el sector público no puede endeudarse indefinidamente, y que algún grado de disciplina presupuestaria se precisa.

Lo anómalo de lo ocurrido el otro día en el Congreso es que mientras se adopta un patrón rígido para el Estado, se permite que las Comunidades Autónomas campen por sus respetos y puedan endeudarse lo que les convenga. El tema es tanto más llamativo cuanto que de practicarse alguna discriminación ésta debía haber sido a la inversa. Hoy, los entes autonómicos asumen un gran número de competencias, casi el triple que el Estado si descontamos pensiones e intereses.

Los gobiernos del Partido Popular, debido a sus enfrentamientos viscerales con los nacionalismos y a su discurso centralista, han pasado a la opinión pública como enemigos de las Autonomías. Pero lo paradójico es que durante sus ocho años en el poder el proceso de descentralización ha sido intenso  tanto en gastos como en ingresos. Tal vez no exista tal paradoja. La derecha siente una enorme preocupación por la unidad de la patria, bandera, lengua, ejército, política exterior, pero bastante menos por la unidad de la Hacienda Pública. Es posible que piense que cuanto más reducida y dividida, mejor.

Lo cierto es que después de veinticinco años de iniciarse el proceso autonómico la mayoría de las competencias en materia de gasto público han pasado a depender de las Comunidades Autónomas, y también se les ha transferido –con peligro evidente de romper la coherencia del sistema fiscal– atribuciones importantes en materia de impuestos, atribuciones que los gobiernos autonómicos han eludido ejercer como no sea para reducir los gravámenes y así realizar dumping fiscal a otras Comunidades.

Las distintas competencias en materia de gasto público se han transferido a las Autonomías en equilibrio, al menos teórico, después de negociar su correspondiente coste efectivo, mientras que el déficit previo y su respectivo endeudamiento seguían siendo asumidos por en el Estado. No obstante, en breve plazo de tiempo en todas ellas fueron aflorando desequilibrios presupuestarios. Para financiarlos, lejos de asumir el coste político de elevar sus impuestos, acudieron al endeudamiento y, a lo que es peor, reclamar posteriormente al Estado central financiación adicional con la que cubrirlo.

Existe además otro agravante: la opacidad que las Autonomías mantienen en sus cuentas. Ciertamente la contabilidad es sufrida y lo aguanta todo, pero cuando se trata del Estado, la información es fluida y difícil de ocultar, incluso aquellas operaciones que puedan ser más dudosas son de todos conocidas, aunque sea simplemente por el mayor control que Bruselas realiza sobre ellas. Las Comunidades Autónomas, sin embargo, pasan mucho más desapercibidas y mantienen sus ingresos y gastos en espacios de sobra. Todas ellas han aprendido los mil trucos para que parte de sus finanzas transcurran al margen de sus presupuestos en empresas u organismos instrumentales creados especialmente para ocultar el déficit, y todas echan mano de operaciones más o menos rocambolescas en las que una pseudofinanciación privada oculta el endeudamiento público. Buen ejemplo de ello son las autopistas con peaje en la sombra o la remodelación de la M-30 prevista por Gallardón.

Si algo bueno tenía la Ley de Estabilidad Presupuestaria era el control financiero sobre las Comunidades Autónomas. Ahora desaparece. Es normal, el Gobierno está en minoría.