Argucias macroeconómicas

Se dice que no hay mayor mentira que las medias verdades, quizás porque su apariencia de verdad puede inducir más fácilmente a la confusión. El discurso económico está lleno de medias verdades; se realiza una afirmación aparentemente cierta, pero nadie matiza que tan sólo se cumple en determinadas circunstancias, que precisamente entonces no se dan. A una verdad que únicamente lo es bajo ciertas condiciones se le da el carácter de verdad universal.

Este tipo de discurso se encuentra casi siempre presente cuando nos movemos con variables macroeconómicas. La semana pasada ha sido prolija en cifras y comentarios macroeconómicos. Se saludó con optimismo el índice de precios del mes de octubre. La tasa interanual había descendido al 2,5% situándose, se ha dicho y es cierto, al nivel más bajo desde el mes de marzo. Lo que tal vez no se ha señalado como se debía es que la inflación en la zona euro ha seguido el mismo proceso, la tasa para el mes de octubre se sitúa en el 1,6%, y es que, detrás de ambos fenómenos, subyace la misma realidad: el descenso del precio de los carburantes.

La baja tasa de inflación de la zona euro (1,6%) hace inexplicable y gravemente peligrosa la política del BCE de elevar los tipos de interés. Inexplicable, porque los precios se mueven muy por debajo incluso de la tasa objetiva fijada por el mismo banco (2%); peligrosa porque, una vez más, existe el riesgo de que una absurda fidelidad a la ortodoxia monetarista pueda abortar el incipiente crecimiento de los países europeos. Todo ello adquiere tanto más fundamento cuanto que el euro está apreciado con respecto al dólar y es de suponer que, de continuar esta disparatada política, se aprecie aún más. La raíz y el origen de esta incoherencia hay que buscarla en la teórica autonomía del BCE y en el tremendo error de establecer como su única finalidad el control de la inflación, prescindiendo del crecimiento económico.

La disminución de la tasa de precios en la eurozona, relativiza la bondad del dato de inflación español, ya que lo verdaderamente importante no es tanto el valor absoluto del nivel de precios, sino el relativo; es decir, el diferencial de inflación que nuestro país presenta con respecto a la de los otros países de la unión monetaria. La diferencia en las tasas de inflación se traduce inmediatamente en una pérdida de competitividad de difícil solución, ya que la pertenencia al euro nos impide acudir a la devaluación del tipo de cambio.

La pasada semana se ha hecho también público con evidente triunfalismo el crecimiento económico del tercer trimestre del año, el 3,8% en tasa interanual. Se ha señalado con cierto chovinismo que nuestro país crece por encima del resto de países europeos. Conviene matizar estas afirmaciones porque también aquí existen demasiados “peros”.

El primero de ellos es que las tasas de crecimiento hay que ponerlas en relación con los incrementos de población. De un país cuyo PIB creciese el 25% y al mismo tiempo hubiese doblado su población, claramente tendríamos que decir que se había empobrecido. Nuestra producción se ha incrementado porque también ha aumentado la población. El fenómeno migratorio ha hecho que produzcamos más, pero también que seamos más a repartir. Para juzgar los efectos positivos o negativos de este fenómeno habrá que atender a otras muchas variables que nos alejarían de la finalidad de este artículo, pero lo que es indudable es que la magnitud a comparar con otros países no es el incremento del PIB sino el de la renta per cápita, y es muy posible que esta tasa no alcance ni el 2% lo que, lejos de situarnos a la cabeza de Europa, nos colocaría por debajo de un buen número de países.

Pero ni siquiera la evolución de la renta per cápita es un buen indicador sin más del bienestar de los ciudadanos. Como su nombre indica, se trata de una media y a todos no les va igual en la fiesta. Hay suficientes datos e indicios para afirmar que la mayoría de los trabajadores no ha participado en esta mejora. Por el contrario, muy posiblemente su renta haya disminuido en términos reales dado que los incrementos salariales ni siquiera han compensado los aumentos en el coste de la vida, a lo que habría que añadir, para todos aquellos que están adquiriendo su vivienda, la mayor porción de su renta que tienen que destinar a esta finalidad. Al otro lado, y para confirmar el carácter de media que tiene esta magnitud, están los enormes beneficios que día a día comprobamos que obtienen las grandes empresas, desde las eléctricas a las constructoras, pasando por los bancos. ¿Hay lugar para la satisfacción y la euforia? Depende en qué lado nos situemos.