¿Y si nos saliésemos del euro? (II)

Nos preguntábamos al final del artículo de la semana pasada si no habría llegado el momento de explorar otro escenario alternativo a la Unión Monetaria (UM), porque si esta unión resulta imposible y debe romperse, mejor que sea cuanto antes y de la manera menos traumática. El problema consiste en saber si países tan heterogéneos como los que componen hoy la Eurozona pueden mantener durante mucho tiempo el mismo tipo de cambio sin que se generen desequilibrios tan fuertes que impidan el normal funcionamiento de la economía.

 

De hecho, antes de la creación del euro, Europa había hecho ya dos intentos de integración monetaria. El primero, a principio de los setenta, fue la Serpiente Monetaria, formada por un número reducido de países bastante homogéneos y que, a pesar de ello, fracasó dado que necesitaban practicar políticas económicas diferentes. El segundo lo constituyó el Sistema Monetario Europeo, que a principio de los noventa también se frustró. Gran Bretaña e Italia debieron abandonarlo; algunos países se vieron en la obligación de devaluar (España cuatro veces), y en la práctica todas las divisas entraron en libre flotación, ya que se estableció una distancia entre las bandas del +/- 15%. Ambos fiascos debieron haber cuestionado entonces y, por supuesto, deben cuestionar ahora la viabilidad de la UM.

 

El 6 de diciembre de 1996 en un artículo en el diario El Mundo transcribí un grafico ilustrativo en el que se representaba en los treinta años anteriores la evolución de los tipos de cambio de los principales países que iban a componer la UM. La disparidad era enorme. La peseta se había depreciado con respecto al marco en un 556% y, a su vez, el dracma lo había hecho casi en un 400 % en relación a la peseta, de manera que en esas tres décadas el valor del marco se había multiplicado casi por diez en términos de dracmas. Estas cifras constituían entonces y siguen constituyendo el mejor alegato contra la UM. A partir de la experiencia pasada, resulta difícil creer que el tipo de cambio marco-dracma puede permanecer fijo indefinidamente. Y lo mismo se puede afirmar del resto de las monedas.

 

Los continuos realineamientos producidos en las cotizaciones de las divisas durante todos esos años indicaban tan solo una necesidad, la de adaptarse a las distintas circunstancias económicas de los países, entre las que se encuentran las tasas de inflación. Los defensores del euro aducían que todas esas diferencias desaparecerían tan pronto como se crease la UM, ya que esta, según ellos, forzaría la convergencia, al menos nominal, entre las variables económicas. Los años transcurridos desde la creación del euro han desmentido estas apreciaciones. Las tasas de inflación entre los países miembros han sido divergentes. España, al igual que otra serie de naciones, ha ido acumulando año tras año diferenciales en el nivel de precios con respecto a Alemania y perdiendo competitividad frente a ella y frente a otra serie de países, por el único motivo de no poder modificar el tipo de cambio. Tales desviaciones se traducen inmediatamente en cuantiosos déficits en las balanzas de pago, con el consiguiente endeudamiento exterior y, en contrapartida, un notable superávit en la balanza por cuenta corriente de Alemania.

 

Algunas naciones, entre las que se encuentra España, llegaron a alcanzar en 2008 un déficit en la balanza por cuenta corriente de alrededor del 10% del PIB. En nuestro país, el sector exterior ha sido siempre un factor de estrangulamiento de la actividad económica y del crecimiento, por lo que ha resultado preciso realinear cada cierto tiempo el tipo de cambio consiguiendo así que nuestra economía volviese a ser competitiva en el mercado exterior. La última vez, a principio de los noventa con cuatro devaluaciones sucesivas que fueron las que permitieron salir de la crisis.

 

Algunos, principalmente desde la esfera académica, sitúan como alternativa a la devaluación monetaria, de cara a recuperar la competitividad perdida, la deflación salarial. Sin duda, este último procedimiento es mucho más injusto puesto que hace recaer todo el peso del ajuste sobre los trabajadores y, además, de forma muy desigual; pero es que encima es muy dudoso que pueda funcionar. En primer lugar, porque tanto salarios como precios son resistentes a la baja y aunque las retribuciones de los trabajadores se reduzcan como efecto de la crisis, tal como está ocurriendo, resulta altamente improbable que puedan absorber una minoración tan elevada como la que representaría una devaluación de la moneda. Por otra parte, no hay ninguna garantía de que la disminución de las rentas salariales se traslade a precios. Más bien lo que se ha constatado, tanto antes como después de la crisis, es más bien lo contrario. Aun en los momentos presentes, la economía española continúa presentando tasas de inflación por encima de la media de la Eurozona.

 

Es cierto que en estos últimos años el déficit exterior se ha corregido de forma significativa, del 10 al 4%, lo que representa sin duda un cambio cuantitativamente muy importante, aun cuando el 4% siga siendo un nivel muy elevado, como indica el hecho de que el 3%, porcentaje al que ascendía esta variable a principio de los noventa, nos pareciese entonces insostenible y debía de serlo cuando forzó cuatro devaluaciones.

 

Con todo, lo más grave es que esta sustancial reducción del déficit exterior tiene como principal, si no como única, causa el estancamiento económico. Son la atonía y el débil pulso de la demanda interna los que, de un lado, fuerzan a los empresarios a salir a los mercados exteriores intensificando las exportaciones y, de otro y quizá lo más importante, a que las importaciones se reduzcan drásticamente. Pero bastará el mínimo atisbo de recuperación de la economía para que de nuevo se dispare el déficit de la balanza de pagos y el sector exterior actúe una vez más como estrangulador del crecimiento económico.

 

Por lo que se ve, la única alternativa a la devaluación pasa por el estancamiento de la actividad, cuando no por una permanente recesión, por niveles de desempleo inasumibles a medio plazo, caída de la recaudación fiscal, incremento del déficit público, especulación contra la deuda, reducción de salarios y destrucción progresiva de lo poco que queda del Estado de bienestar. ¿Constituye este panorama una verdadera alternativa?

 

Hay quien señala los inconvenientes que presentan las devaluaciones. Qué duda cabe que, como todas las medicinas, son amargas, pero totalmente necesarias llegado a cierto punto de la enfermedad. En esta ocasión, al tener que abandonar el euro, los problemas se multiplican casi exponencialmente, comenzando porque, en su ceguera, los padres de la criatura no previeron ni determinaron ningún procedimiento de marcha atrás. Pero lo que no puede ser, no puede ser y además es imposible… Esos problemas, sin embargo, deberemos dejarlos para hablar de ellos  la próxima semana.