A por los funcionarios

El plan de ajuste del Gobierno ha recibido una reprobación generalizada. No obstante, entre todas las medidas, hay una cuyo rechazo es bastante menor. Se trata del recorte que se va a practicar en el sueldo de los empleados públicos. Este comportamiento proviene de un cuadro axiológico, fomentado por los poderes económicos, mediáticos, y también políticos que denigra todo lo público y, por ende, a los funcionarios. Se esgrime toda una panoplia de aseveraciones al efecto. Por ejemplo, se hace hincapié en el privilegio que comporta que mantengan una estabilidad en el empleo de la que otros trabajadores carecen. Sin embargo, los empleados públicos no son los únicos que gozan de tal situación. Existen otros muchos colectivos que disfrutan de una seguridad similar en su relación laboral. Además, deberíamos quejarnos no de que haya trabajadores que tengan garantizado su puesto de trabajo sino de que otros muchos no lo tengan.

Por otra parte, la estabilidad de los funcionarios redunda, sí, en su beneficio, pero también, e incluso en mayor medida, en el de los propios administrados. ¿Podemos imaginar el grado de sectarismo y arbitrariedad que reinaría en la función pública si los funcionarios pudiesen perder el empleo a capricho de los gobernantes de turno? La independencia y neutralidad con la que debe actuar la Administración exige que el nombramiento y la remoción de los empleados públicos no dependan de la arbitrariedad de los políticos.

Acababa de morir Franco, cuando coincidí, a lo largo de seis meses, con funcionarios de distintos países latinoamericanos, en un curso en el Fondo Monetario Internacional. Pude comprobar cómo el puesto de trabajo de muchos de ellos dependía, al menos entonces, de la benevolencia de los gobernantes. Era llamativo el contraste entre las administraciones de estos países y la de España a pesar de estar aún en una dictadura. No en vano un renombrado administrativista solía afirmar que la única institución democrática del franquismo fueron las oposiciones. Es por ello por lo que resultan tan deplorables ciertos intentos como los establecidos en el Estatuto de la Función Pública de sustituir el régimen funcionarial por otros tipos de contratos, tales como el de alta dirección, expuestos a un sistema de mayor discrecionalidad.

Es cierto que una cosa es la estabilidad en el empleo y otra muy distinta la impunidad. Pero la función pública española cuenta con un régimen disciplinario suficientemente severo –aunque manteniendo todas las garantías– que puede terminar con la pérdida del puesto de trabajo en las faltas más graves. Otra cuestión es que los responsables políticos sean remisos a aplicarlo.

La campaña de desprestigio contra la función pública viene desde hace mucho tiempo dando sus frutos. Por una parte, al restringir el número de empleados públicos. A pesar del proceso autonómico que multiplica absurdamente algunos servicios, en nuestro país el porcentaje de funcionarios en relación a la población potencialmente activa es de los más reducidos de Europa, y tan sólo supera al de Portugal. Por otra parte, en el nivel retributivo, también de los más bajos de la Unión Europea y –lo que es más importante– del sector privado, especialmente en los niveles medios y altos.

Las consecuencias son evidentes. Primero, la descapitalización en recursos humanos del sector público. La fuga de personal una vez formado hacia el sector privado resulta claramente antieconómica para el Estado. Segundo, la carencia de recursos humanos se compensa con la externalización de los servicios con un coste mayor y con menores cotas de control y de garantías para los administrados.

Las medidas de ajuste aprobadas recientemente van, sin duda, a empeorar este escenario, tanto por lo que se refiere a la congelación de la oferta pública de empleo, que incrementará aún más la escasez de medios de la Administración, como por el brutal recorte retributivo que forzará en mayor proporción el éxodo al sector privado de los colectivos más cualificados y provocará el desánimo y la indolencia en toda la función publica. La desmoralización generalizada se va a adueñar de un espacio laboral donde es imprescindible la motivación.

Guiados por la campaña de desprestigio orquestada en contra de los empleados públicos, muchos ciudadanos pueden pensar que las disposiciones aprobadas por el Gobierno no les afectan, incluso habrá quien se alegre de ellas, pero lo cierto es que se va a resentir gravemente el funcionamiento de la Administración y de los servicios públicos y eso, desde luego, nos concierne a todos, principalmente a las clases bajas que no cuentan con recursos para acudir al sector privado.