La desafección catalana

La mayoría de las veces se produce un considerable desfase temporal entre las decisiones y las consecuencias, de manera que resulta fácil hacerse la ilusión de que tales resultados, sobre todo si son nocivos, no existen. Los defensores del Estatuto de Cataluña -ya lo sean por convencimiento o por necesidad– han venido repitiendo que, una vez aprobado, no se han originado los efectos negativos que se habían previsto, como si estos se fueran a manifestar inmediatamente de manera mágica por la simple firma de un papel, y no se dilatasen en el tiempo según se fuese aplicando.

Las consecuencias del Estatuto de Cataluña, y del resto de estatutos que a su rebufo se han aprobado, van a perseguir al Gobierno y a su partido a lo largo de toda esta legislatura. Nada más celebrarse las elecciones, el problema ha vuelto a surgir en su aspecto más controvertido: el de la financiación. No vale el voluntarismo ni el meter la cabeza debajo del ala. No sirven fórmulas generalistas y piadosas tales como las de Zapatero anunciando que se mantendrán los principios de cohesión y solidaridad. Lo cierto es que, tal como está planteado, el problema es bastante insoluble. Es imposible contentar a todos y, aunque el presidente del Gobierno lo niegue, sí va a darse un enfrentamiento entre territorios.

Felipe González, en su artículo del pasado día 7 en el diario El País, proponía retrasar la cuestión, pero lo hacía en unos términos profundamente equivocados, enfrentando los gastos del Estado: infraestructuras, vivienda, etc., vinculados al ciclo económico, con los gastos sociales, principalmente sanidad y educación, que corresponden mayoritariamente a las Comunidades Autónomas y que en buena medida son independientes de la mayor o menor actividad económica. La crisis, concluía González, obliga a dar prioridad a los primeros y dejar por tanto la reforma del sistema de financiación para momentos mejores.

El error de tal planteamiento ha servido de cortina de humo tras la que se han escondido, primero, el presidente de la Generalitat y, más tarde, Zapatero. Ambos han salido en defensa de los gastos sociales. Montilla afirma, con bastante razón, que “la mejor inversión económica es la social” y el presidente del Gobierno insiste en que “es un debate para las personas, para la educación y la sanidad”.

En estos términos, el dilema, sin duda alguna, está mal planteado; no se trata de contraponer gastos sociales a gastos de infraestructuras ni siquiera los recursos de la Administración Central a los de las Autonomías. El principal contencioso es saber cómo se reparte la tarta entre las distintas Comunidades y si el acuerdo tiene que ser multilateral o, por el contrario, hay alguna privilegiada que con absoluto desprecio hacia las demás pretenda entenderse en solitario con el Estado, determinando así su cuota y obligando a las otras a repartirse el resto.

La contestación del señor Montilla –El País del día 12– al artículo citado de Felipe González rebosa de sofismas. Pasaré por alto su afirmación gratuita y sin pruebas acerca de que el desarrollo económico de España en las últimas décadas se debe al proceso de descentralización. Desde el punto de vista político, se puede discutir el carácter positivo o negativo del proceso autonómico. Sin embargo resulta bastante difícil negar que, desde la perspectiva económica, la descentralización ha tenido costes evidentes y múltiples disfuncionalidades.

Pero centrémonos en el vocablo solidaridad y su utilización indebida en lugar de la palabra justicia. En la política redistributiva, función esencial del Estado social, no se puede hablar de solidaridad sino de equidad e igualdad. Nadie emplearía la palabra solidaridad cuando Botín, las Koplowitz o cualquier otro multimillonario paga sus impuestos, ni para referirse al hecho de que todos estos ciudadanos y otros muchos de ingresos superiores a la media, contribuyan al Estado en mayor cuantía que la de los servicios o prestaciones que de él reciben.

La palabra solidaridad connota voluntariedad y gratuidad. Solo quien, desde el más radical liberalismo, da por buena la distribución que realiza el mercado puede ver en la política redistributiva del Estado un acto de solidaridad graciable de los ricos y no la necesaria compensación, aun cuando sea parcial, de la injusta distribución de la renta que realizan las fuerzas económicas. Los saldos positivos o negativos de las distintas Comunidades –lo que llaman indebidamente “balanzas fiscales”– no son más que la lógica y equitativa redistribución de la renta, resultado puramente automático de la redistribución personal que practican en un Estado moderno las políticas fiscal y social. Los que piden la reducción de estos saldos, lo que están reclamando implícitamente es que ambas políticas sean más regresivas. 

El señor Montilla, en su artículo, sostiene que “ejercer la solidaridad es aportar más, pero no debe significar recibir menos”. No sé lo que exige la solidaridad –para algunos políticos catalanes muy poco– aunque lo que resulta evidente es que la concepción del Estado como democrático y social demanda que aquellos cuya renta sea superior a la media coticen más y perciban menos que aquellos cuyos ingresos sean menores. El señor Botín (y que me perdone don Emilio por citarle continuamente pero viene muy a cuento) no solo debe pagar más impuestos que la casi totalidad de los contribuyentes, sino recibir menos del Estado, ya que lógicamente sus necesidades sociales son menores. ¿Cómo extrañarnos de que los territorios con renta per cápita más elevada paguen más y reciban menos? Aunque el lenguaje así empleado es ya una trampa, en puridad, las Comunidades no son las que pagan y reciben sino los ciudadanos.

Por lo visto, para el señor Montilla la defensa de estas verdades puede conducirnos a situaciones peligrosas, a la desafección de Cataluña con respecto al resto de España. Habría que preguntarse por qué en otras Autonomías con un saldo más negativo no se producen esos planteamientos victimistas. ¿No será porque en ellas están ausentes el nacionalismo y aquellos políticos que promueven demagógicamente el enfrentamiento entre los territorios explotando los sentimientos populares? Tales políticos deberían plantearse si al promover la desafección de Cataluña respecto al resto de España no promueven también la del resto de España respecto a Cataluña.