Financiación autonómica

Si la improvisación, el chantaje, la anarquía y la ausencia de planificación han presidido en nuestro país todo el proceso autonómico, habrá sido quizás en el sistema de financiación donde se haya hecho más patente la ausencia de un modelo predefinido. Los pasos en esta materia, lejos de producirse como la concreción progresiva de un esquema lógico y previamente determinado, se han dado de una forma espasmódica, a borbotones, en función de la necesidad que el partido en el gobierno tuviese -al no contar con mayoría absoluta- del apoyo de los votos nacionalistas.

Aunque se ha querido establecer una doctrina económica y política al efecto, lo cierto es que la realidad práctica la ha precedido. La teoría se ha orientado tan sólo a justificar lo que previamente por motivos electorales se había acordado; se ha fundamentado en expresiones tales como autonomía financiera, corresponsabilidad fiscal o capacidad normativa. Se razonaba de la siguiente forma: por una parte, no se puede hablar de autonomía política si no se dispone de soberanía sobre los recursos propios y, por otra, parece lógico que quien se encarga de proporcionar a los ciudadanos determinados servicios asuma también el coste de recabar los impuestos necesarios para financiarlos. Si una Comunidad pretende incrementar las prestaciones sociales o su gestión ha sido más ineficiente que la de otras, debería ser ella y no el Estado la que asumiese el coste de incrementar la presión fiscal. El razonamiento así planteado parece tener su lógica. Pero es preciso compaginarlo con principios tanto más importantes como la progresividad del sistema fiscal o la redistribución personal y territorial de la riqueza y de la renta.

Es la propia teoría presentada por los autonomistas la que invalida sistemas tales como el concierto vasco u otros similares como el recientemente propuesto por el tripartito catalán. Si se critica el hecho de que el Estado recaude todos los tributos y transfiera más tarde su parte a cada una de las Autonomías, con mayor motivo habrá que rechazar que sean las Autonomías las que recauden y transfieran al Estado los recursos necesarios para los gastos comunes. Tales mecanismos, además, rompen, o al menos dificultan, la redistribución regional de la riqueza. Es curioso que mientras en Europa se intenta trascender este esquema, pretendiendo  dotar a la Unión de impuestos propios, en el ámbito estatal se quiera retroceder a él, siendo como es un escenario propio de los inicios de un proceso confederal.

Hasta ahora, la capacidad normativa concedida a las Autonomías no se ha empleado para plasmar la corresponsabilidad fiscal, sino más bien para practicar el dumping entre regiones. En muy pocas ocasiones las Comunidades se han decidido a incrementar sus impuestos. Por el contrario, han reclamado permanentemente mayor financiación del Estado, aun cuando toda transferencia de competencias ha sido precedida de un acuerdo sobre el coste efectivo de los servicios. La capacidad normativa se ha utilizado más bien para conceder deducciones y exenciones fiscales, con lo que se establece una competencia desleal entre Comunidades cuyo fin no puede ser otro más que sistemas fiscales regresivos. Si el procedimiento es peligroso en espacios como la Unión Europea , cuánto más cuando el dumping se produce dentro del propio Estado. Es por eso por lo que la capacidad normativa de las Comunidades debería quedar restringida únicamente al alza, facultad de aumentar los impuestos pero no de reducirlos, considerando la normativa estatal como una armonización necesaria, gravamen mínimo que en ningún caso se debe ni se puede minorar.