Infraestructuras

El Gobierno acaba de presentar el nuevo plan de infraestructuras. Lo ha hecho en presencia de toda la plana mayor de los constructores, señal inequívoca del interés que éstos tienen en que no se corte el grifo de la obra pública. Será por eso por lo que esta es la única partida de gasto público que está bien vista, y a la que nadie pone objeciones. No se puede dudar de que un buen equipamiento en infraestructuras constituye una variable estratégica para garantizar el crecimiento y el desarrollo, pero ello no es óbice para que nos preguntemos dónde finaliza lo necesario y comienza lo superfluo, qué obras poseen realmente una utilidad pública y cuáles otras tienen su origen en lo meramente estético o suntuario.

Desde los tiempos de Franco sabemos que a los políticos les encantan las inauguraciones. Todos los alcaldes tienen vocación de arquitectos. Y está bien que los pueblos se adecenten, pero después de haber calculado el coste de oportunidad de cada una de las obras que se acometen. Los recursos son escasos y lo que se emplea en una finalidad no puede orientarse a otra. En una época en la que se pone en cuestión la sanidad pública y se defiende el copago, en la que se cuestiona el mantenimiento de las pensiones públicas, en la que el seguro de desempleo casi ha desaparecido y el dinero para educación escasea, nadie se siente tentado a preguntarse si las obras que se proyectan son necesarias, o al menos rentables socialmente hablando de acuerdo con los recursos que se invierten en ellas. Es curioso que el Partido Popular, que se apresura a poner objeciones a cualquier aumento del gasto público, lo único que objete al plan de infraestructuras del Gobierno es que es poco ambicioso.

Madrid es un inmenso agujero que está acabando con la paciencia de los madrileños. Y no está nada claro que todas esas obras aumenten en un futuro la movilidad de los ciudadanos. La mayoría tiene tan sólo un carácter ornamental, que tal vez estaría muy bien si no tuviese coste alguno o fuese moderado. Y aquí no valen artilugios contables. Éstos quizás puedan engañar durante una temporada a Eurostat, pero la realidad se impone y, se contabilice como se contabilice, la deuda hay que pagarla después. Resulta chusco que la Presidenta de la Comunidad de Madrid atribuya a la animadversión del Gobierno central el hecho de que Europa haya decidido el carácter público de la deuda de la empresa Mitra y, por lo tanto, que deba computar en el déficit de la Comunidad. Para cualquiera que sepa un poco de contabilidad nacional el resultado es evidente y, antes o después, Eurostat tendría que darse cuenta de la trampa. La Comunidad de Madrid está fuertemente endeudada e igual camino amenaza correr el Ayuntamiento. La única duda es si tanta obra pública obedece a las necesidades reales de los ciudadanos o algo tienen que ver en ello los intereses de los constructores. La sospecha se acrecienta cuando los consejeros de Obras Públicas terminan siendo presidentes de las grandes constructoras.

En los últimos tiempos, surge respecto a las obras públicas otra fuente de presiones, la de las Comunidades Autónomas. En este tema, como en casi todos, viene resultando difícil trazar un mapa de necesidades reales en el ámbito nacional. Cada una de las Comunidades pretende no quedarse atrás y, por supuesto, no ser menos que la vecina. Allá por 1984, surgió el auge de las televisiones autonómicas. Recuerdo que en una comida, el entonces director de Televisión Española me comentó: “Mira, la televisión es un juguete demasiado caro”. Algo parecido debería decirse ahora del AVE, un juguete que todas las Autonomías desean, quieren que pase por todas sus ciudades, pero el juguete es demasiado caro. Con el actual plan de infraestructuras la incógnita radica en saber si el diseño obedece a necesidades reales objetivamente estudiadas o si se debe más bien a las presiones de las diferentes Comunidades Autónomas, ya que todas pretenden contar con AVE y con grandes autopistas; eso sí, financiadas por el Gobierno central.

Y si de financiación hablamos, resulta difícil entender el papel del nuevo ente recién creado. Carece de todo sentido un ente especifico para financiar las infraestructuras. Las cosas se complican y se alambican innecesariamente. No se ve la razón, como no sea la de camuflar una vez más el déficit, de que las infraestructuras  hayan de financiarse de forma diferente a como lo hace el resto de las partidas de gasto,  bien mediante impuestos, bien mediante deuda pública. Si de lo que se trata es de dar entrada al capital privado, éste sólo puede hacerlo de dos maneras, como concesionario o como prestamista. Para instrumentar cualquiera de las dos opciones no se necesitan agencias especiales. Claro que lo que realmente no se necesita es una ley de Agencias, pero de eso hablaremos otro día.