La rebelión de los pobres

Si debes diez millones de pesetas a un banco, tienes un problema; pero si le debes mil millones, el que lo tiene es el banco. Algo parecido ha debido de pensar Néstor Kirchner al plantarse ante el FMI. La deuda externa del Tercer Mundo es tan enorme que el sistema bancario occidental sería el que realmente tendría un grave problema si los países en desarrollo se declarasen en bancarrota y suspendiesen el pago de sus deudas. Ése es el principal cometido del FMI, garantizar que los acreedores cobren aun cuando para ello tengan que imponer a los deudores condiciones draconianas que terminan ahogando sus economías.

El FMI obliga a los países emergentes a implementar recetas que no serían aceptadas por ningún país desarrollado. Los países ricos esperan de los pobres que apliquen políticas que ellos no están dispuestos a realizar. En momentos de crisis o de atonía económica, los bancos centrales de los Estados opulentos tienden a bajar el precio del dinero y los gobiernos a mantener una política presupuestaria expansiva, aunque sea simplemente por el juego de los estabilizadores automáticos. La actual crisis económica es buena muestra de ello. Nada de eso se les permite a los países en desarrollo. Los programas del FMI les fuerzan a elevar de forma brutal los tipos de interés con la finalidad fallida de antemano de evitar la devaluación y la fuga de capitales, y les apremia a realizar enormes ajustes fiscales incluso en el caso de que sus déficit no difieran apenas de los de los países occidentales. Se les obliga a abrirse comercialmente al exterior, en la presunción de que el libre cambio si bien cerrará aquellos negocios en los que el país es poco competitivo abrirá otros en los que la productividad sea mayor. Lo primero se cumple; lo segundo, no.

Hoy todo el mundo profesa la teoría del libre cambio, pero nadie cree de verdad en ella, y cuanto más ardientemente se defiende con las palabras, más se niega en la práctica. La OMC y Cancún constituyen un buen ejemplo. Nadie está dispuesto a desarmarse si antes no lo hace el vecino. Y menos que ninguno los países occidentales que pretenden que los subdesarrollados abran totalmente sus fronteras al tiempo que mantienen cerradas las suyas. ¿Dónde queda el tan cacareado principio de que la mejor política que puede seguir un país, hagan lo que hagan los demás, es liberar totalmente su comercio?

La mayoría de las veces las ayudas que concede el Fondo a los países pobres, lejos de contribuir a solucionar la grave situación en la que se encuentran sus poblaciones, sirve únicamente para que el país haga frente a sus deudas:  el dinero va a menudo de Washington a Washington, sin pasar por el país receptor. Si Argentina entendiese esto, debería situarse en una posición de fuerza frente al Fondo y los bancos, escribía Stiglitz hace ya tiempo, “porque el daño de la insolvencia para el balance de estas instituciones financieras, si no renegocian y vuelven a prestar, es mayor que para Argentina que de todos modos no va a obtener más dinero”.

El presidente argentino lo ha entendido y ha echado un pulso al Fondo que no ha tenido más remedio que claudicar y olvidarse, al menos por el momento, de sus pretensiones de favorecer a las empresas extranjeras exigiendo la elevación de tarifas y la fijación de indemnización a los bancos.

Argentina ha iniciado un camino que seguramente ha de inquietar a los países occidentales. Se ha rebelado. En Cancún, 23 países, que representan el 60% de la población mundial, han planteado también batalla a  los países ricos. ¿Será posible que haya comenzado la rebelión del Tercer Mundo?