Más difícil defraudar

El Gobierno acaba de aprobar y enviar a las Cortes el proyecto de la nueva Ley General Tributaria. Me temo, que de nueva tiene poco y todo se reduce a otra disminución de las sanciones tributarias; otra, porque no hace mucho que se modificaron ya a la baja. Esta sociedad, o bien posee mucha conciencia fiscal o bien un gran desconocimiento del funcionamiento de la Hacienda Pública. De lo contrario, el fraude sería bastante mayor de lo que es, que ya es decir.

El control fiscal se ha convertido en una lotería en la que siempre gana el defraudador, especialmente si éste es de cierta importancia. En todos los casos en los que el contribuyente no depende de una nómina, la probabilidad de ser descubierto es muy baja, casi nula, y si a pesar de todo se detectase la infracción, la sanción sería muy reducida. Es más, los contribuyentes de cierta envergadura pueden distribuir riesgos, es decir, multiplicar los fraudes de tal manera que como mucho se destapará tan sólo alguno de ellos, con lo que el saldo siempre resulta positivo.

Según dicen desde el Gobierno, la nueva ley incrementa las garantías del contribuyente. Vivimos en una época curiosa. Cuando en aras de la seguridad se reducen todos los derechos y garantías de los ciudadanos, con las únicas garantías que somos respetuosos y especialmente sensibles son con las que afectan a los delitos económicos, de tal manera que la mayor parte de las veces quedan impunes, tanto más cuanto que este tipo de delito difícilmente deja huella, o al menos huellas tan claras como otros.

El ministro de Hacienda afirmó, al presentar la nueva ley, que “con ella será más fácil cumplir con Hacienda y más difícil defraudar”. Puede ser que tenga razón, porque por el camino que últimamente discurre el Fisco va a ser dificilísimo defraudar, pero no tanto porque la administración tributaria sea eficaz, como porque se va legalizando el fraude, esto es, creando mecanismos permitidos de elusión fiscal. Así ha ocurrido en la última reforma del IRPF al eliminar el régimen de transparencia fiscal.

Todo el mundo era consciente de que una de las formas más habituales, empleadas por las grandes y pequeñas fortunas, por los profesionales importantes, por los artistas, deportistas de elevados ingresos y grandes ejecutivos para defraudar, consistía en crear empresas interpuestas a las que imputar sus ingresos personales y patrimoniales. Con ello eludían la progresividad del IRPF y se refugiaban en la tributación de sociedades, mucho más confortable por un doble motivo: el tipo era más reducido y las deducciones mucho más cuantiosas, hasta el extremo de que se deducían prácticamente todos sus gastos.

Tan conocido era el sistema que con frecuencia los defensores de reducir la progresividad del IRPF lo utilizaban como argumento aduciendo que ésta afectaba únicamente a las rentas de trabajo, porque el resto la evitaban creando sociedades interpuestas y tributando exclusivamente por el Impuesto de Sociedades. El argumento era falaz, porque si bien es cierto que la argucia era utilizada con profusión -algún ministro incluso ha habido que cobró su sueldo de alto ejecutivo de una empresa a través de una sociedad interpuesta-, no es menos cierto que esa práctica era ilegal, y constituía fraude fiscal, ya que el régimen existente de transparencia fiscal obligaba a los socios a imputarse la parte alícuota de los ingresos de la sociedad en su declaración del IRPF. Es ahora cuando se ha legalizado y se bendice el subterfugio, al eliminar en la última reforma del impuesto el régimen de transparencia fiscal. Hoy, todos, excepto los que cobran por nómina, pueden colocar una empresa ficticia en su declaración fiscal. Es verdad, cada vez resulta más difícil defraudar.