La ley de Gresham en la política

Desde hace años tengo por cierto que la vieja ley de Gresham de la economía –“la moneda mala expulsa a la buena”- donde efectivamente se cumple es en la política: los políticos malos expulsan a los buenos. Las condiciones establecidas en nuestra muy encomiada Constitución y en sus leyes de desarrollo han generado un sistema político y electoral que termina expulsando a todos los que conciben la política como una actividad noble y la abrazan guiados por una ideología en la que creen de verdad. Antes o después, desengañados, convencidos de que las reglas de juego están trucadas, terminan retirándose llenos de melancolía.

Por el contrario, los otros, los trepas, los aprovechados, los que consideran la política como una profesión capaz de conducirles a un nivel social que de otra manera tendrían totalmente vedado, los tramposos, los reyes del tráfico de influencias, se encuentran como el pez en el agua y permanecen. ¿Por qué extrañarnos de lo que ha ocurrido en la Comunidad de Madrid? Que el cieno salga a la superficie sólo en algunas ocasiones no quiere decir que no esté en el estanque.

Pero tampoco criminalicemos a la política. En realidad, las reglas del juego en ella no son muy distintas que las que parecen regir en el sector privado. La diferencia estriba en que en el ámbito privado la publicidad es menor, se puede pasar más desapercibido y los ciudadanos estamos más propensos a disculpar todo. Ingenuamente tendemos a pensar que el éxito va unido a la inteligencia, cuando tiene que ver más bien con la capacidad de navajeo y de manipulación. Es más, gran parte de los males que afligen hoy a la política vienen importados del sector privado. Es la imbricación entre la política y los intereses económicos y empresariales la que engendra todos los vicios y perversiones.

La historia de la democracia es ante todo el intento de separar el poder de la propiedad privada. En otras formas de gobierno, feudalismo o monarquía absoluta, el poder radica en quien posee las riquezas. La democracia, incluso en la antigua Grecia,  constituye ante todo una transferencia de poder de las oligarquías al pueblo. Bien es verdad que el concepto pueblo no siempre ha sido homogéneo. En Grecia, estaban excluidos del pueblo, y por lo tanto de la democracia, los esclavos, los metecos (extranjeros) y las mujeres. En épocas más recientes, la emancipación de la propiedad privada fue también un proceso lento. El voto se restringía a los que tenían un mínimo de bienes (sufragio censitario) y por supuesto las mujeres quedaban también relegadas.

Pero es que incluso una vez que el sufragio se convirtió en universal, no por ello la propiedad privada quedó totalmente separada del poder político. Muy pronto surgieron voces que alertaron del peligro de que en un Estado liberal, presidido por el “laissez faire”, las fuerzas económicas utilizasen sus ingentes y múltiples medios para transformar la democracia en una cáscara vacía y carente de todo contenido. El surgimiento del Estado social obedece a la necesidad de paliar este riesgo. Se precisa que el Estado intervenga en la economía, de manera que controle al poder económico, porque de lo contrario será el poder económico el que termine controlando al poder político.

Con el resurgir del neoliberalismo económico se retrocede en este proceso. No sólo es que las oligarquías económicas y las grandes empresas adquieran mucha más fuerza, sino que la imbricación entre el poder político y económico se acrecienta, los intereses se entrelazan y forman una maraña difícil de deshacer.

Lo sucedido en la Comunidad de Madrid tiene su importancia, porque ha permitido ver una parte, aunque sea mínima, del juego que se desarrolla entre bambalinas. Es lo que ocurre cuando la actuación debe ser, como en este caso, a la desesperada. Todo es mucho más burdo y no hay tiempo para emplear instrumentos sutiles que oculten la farsa.

El problema por supuesto es del PSOE, e indica bien a las claras el talante de muchos de los que hoy militan en sus filas, pero va mucho más allá. Por más que amenace con querellas, el PP no puede lavarse las manos. Cualquier mal inspector, en cualquier mala novela policíaca lo primero que se cuestiona a la hora de buscar un sospechoso es a quién beneficia el crimen. Y es evidente que el Partido Popular en Madrid es el primer beneficiado de la actitud adoptada por los dos diputados tránsfugas. Pero es que, además, en el caso de que haya habido soborno -y todo parece indicarlo por más que las pruebas siempre sean difíciles de conseguir-, y aun cuando nadie del PP haya participado en él explícitamente, no puede por menos que venir a la mente de manera casi automática una pregunta bastante embarazosa para esta formación política: ¿por qué los intereses económicos, los del mundo del ladrillo, y seguramente otros menos claros, se toman tantas molestias y están dispuestos a soltar dinero con tal de que continúe gobernando el PP? ¿Qué esperan conseguir de este partido? ¿Qué han obtenido ya de él?

El problema que se plantea, en fin, no es otro que el de la credibilidad de nuestra democracia, y hasta qué punto nuestro sistema político no está siendo esclavo del mundo del dinero.