El BCE y la inflacion

La semana pasada, debido a las fiestas, fue parca en información. No obstante en materia económica hubo dos noticias relevantes y en cierto modo interrelacionadas: la decisión del Banco central europeo (BCE) de mantener los tipos de interés y, en España, la difusión del mal dato de la inflación para el mes de marzo que sitúa la tasa interanual en el 3,9%.

Muchas voces se habían alzado los días precedentes proclamando la conveniencia de que el BCE redujese el precio del dinero. Incluso la OCDE y el FMI, nada sospechosos de heterodoxia, se habían pronunciado en este sentido. Los signos de que la crisis económica de Estados Unidos había contagiado la zona euro eran ya evidentes y todos los organismos se habían apresurado a revisar a la baja la tasa de crecimiento para este año. Didier Reynders, ministro de finanzas de Bélgica, país que ostenta actualmente la presidencia de la Unión, pidió el mismo miércoles en Francfort al BCE que prescindiese de su miedos inflacionistas y tuviera en cuenta el peligro de ralentización de la economía.

Nada de esto sirvió, más bien da la impresión que fue contraproducente y que Duisenberg tiene como primer objetivo hacer ostentación de su teórica independencia. Sólo así se explica esa frase próxima a la fanfarronería: "oigo, pero no escucho" con la que se despachó en rueda de prensa.

Una vez más queda al descubierto el principio antidemocrático que subyace en el diseño del Banco Central Europeo, al que se configura como órgano autónomo e independiente. El tratado de Maastricht le asigna en exclusiva la competencia en materia monetaria y al mismo tiempo, en el ejercicio de estas facultades, le prohibe solicitar o aceptar instrucciones de ninguna institución u organismo comunitario, ni de los gobiernos y Estados miembros. Es decir, sólo responden ante Dios y ante la Historia. Habría que preguntarse ¿de dónde le viene su legitimidad?, ¿ante quién responde democráticamente?, ¿en función de qué criterios ideológicos adopta sus decisiones? Existe en todo ello una predisposición clara a la tecnoestructura y una desconfianza radical hacia todo poder político y democrático, como si la técnica y cierta ciencia económica fuesen neutrales.

La teórica estabilidad de precios se ubica como objetivo primario y esencial de la política económica, y a ella tendrá que subordinarse cualquier otra finalidad. A esta visión distorsionada de la realidad política y económica se acoge Duisenberg cuando afirma que no corresponde al Banco central incentivar el crecimiento económico sino a los gobiernos y a los agentes sociales. ¿Cómo se puede ignorar el impacto que la política monetaria tiene sobre la actividad y el empleo?

Los gobiernos y parlamentos deben conformar el resto de su política económica a las coordenadas monetarias establecidas por el BCE, y cualquier desviación del mapa trazado será castigada con la recesión y el desempleo. Las organizaciones sindicales quedan apresadas en una fuerte tenaza: pagarán con un incremento en el nivel de paro salirse, en sus reivindicaciones saláriales, de la senda marcada por la institución monetaria. Pero lo que es aun más grave, el desempleo será el coste a soportar no sólo cuando el aumento de precios obedezca a una falta de moderación salarial, sino cuando se produzca por la pretensión de mayores beneficios de los empresarios, o cuando los "sabios monetarios" se equivoquen, cosa que suele ocurrir con bastante frecuencia sin que se les puedan exigir responsabilidades.

El lenguaje un tanto arcano con que se reviste siempre la política monetaria oculta su debilidad intrínseca: la ausencia de precisión y los muchos errores que se pueden cometer en su instrumentación, entre otras razones por la ambigüedad que envuelve la definición de la variable "dinero". Estas incertidumbres se trasladan sin duda a la hora de determinar las causas de la inflación. Resulta absurdo pretender que sea exclusivamente un problema monetario. La prueba en contra más palpable se halla en las diferentes tasas que se dan en los distintos países de la zona euro a pesar de tener una única política monetaria.

Más absurdo aun resulta alarmarse por una tasa de inflación del 2,6%, que es la que en estos momentos presenta como medida la unión monetaria. De existir algún problema no está en la cuantía absoluta sino en la dispersión entre los distintos países. Éste es también el problema de España. Lo inquietante de la evolución de sus precios radica únicamente en la diferencia que mantiene su tasa de inflación con el resto de los países de la zona euro, y que a medio plazo, en un sistema de cambios fijos como la unión monetaria, le puede hacer perder competitividad de forma insostenible.

Pero es evidente que esta diferencia en las tasas de inflación no obedece a razones monetarias. Con el euro todos los países practican la misma política. Carece pues de toda lógica que el ministro de economía español sea el único que haya apoyado la decisión del BCE. Se equivoca si piensa que esta institución va a solucionarle sus problemas. Estos radican mas bien en la falsa liberalización que el gobierno ha realizado en los mercados, en los que se mantiene un fuerte grado de monopolio pero sin los contrapesos que antes disponía el Estado.