Memoria histórica

La todavía nonata ley, llamada de la memoria histórica, está teniendo dentro de la sociedad que opina (la mayoría de la sociedad no opina) una amplia  oposición. Entre los múltiples motivos de crítica aducidos sobresale su carácter de innecesaria y su capacidad para abrir antiguas heridas. Su necesidad se hace evidente precisamente por el alboroto que ha suscitado y en cuanto a lo de abrir viejas heridas parece que no eran tan viejas ni estaban cerradas cuando una norma como ésta provoca tal antagonismo.

España constituye quizás un caso único. El tránsito de la dictadura a la democracia se realizó sin reclamar cuentas pendientes a los que durante cuarenta años habían usurpado el poder y establecido un régimen dictatorial en el que se coartaban y violentaban todos los derechos y libertades. Aquí sí que se dio una ley de punto final. Aquí no hubo un Nuremberg, ni siquiera algunos conatos de juicio como en  Argentina o Chile. Se renunció a exigir responsabilidades, tanto personales como patrimoniales, a los protagonistas y colaboradores de un régimen despótico y criminal. ¿Generosidad? Más bien exigencia de la manera en que se llevó a cabo la Transición, vigilada y aceptada de muy mala gana por el ejército.

En cualquier caso, la magnanimidad y “el borrón y cuenta nueva” hubieran podido ser incluso positivos de no haber sido porque se ha confundido la renuncia a juzgar a las personas y a inquirir cuál había sido su comportamiento y cuáles los beneficios obtenidos en esos cuarenta años con la absolución del régimen. Poco a poco se ha ido introduciendo el mensaje de que el franquismo tenía cosas buenas y cosas malas. Aun hoy el primer partido de la oposición se ha negado a condenarlo con la cantinela de que se abren viejas heridas. En estos días, determinados medios de comunicación han llegado a la osadía de justificar el golpe de Estado por los abusos, según ellos, de la Segunda República , estableciendo una equivalencia entre los dos bandos.

Sin duda que en la zona republicana se cometieron también crímenes y desmanes, tanto más cuanto que ante la amenaza que representaban los golpistas el Gobierno fue claramente sobrepasado por facciones más radicales; pero ello nunca puede llevar a equiparar la legitimidad de un gobierno democráticamente constituido con la iniquidad de un ejército (o al menos parte de él) que emplea las armas y el poder que les ha dado el Estado para su defensa en contra del pueblo y del propio Estado.

Pero es que, además, la perversidad del franquismo no se encuentra solo en el golpe de Estado o en los crímenes cometidos durante la guerra (en esto sí quizás fueron equiparables los dos bandos), sino en la represión después de la contienda y en los cuarenta años de dictadura; en un régimen que, pocos días antes de morir el dictador, cometía varios asesinatos que estremecían a todas las sociedades occidentales, y en las que surgían continuas manifestaciones de protesta. El muy católico caudillo hizo oídos sordos a las palabras del propio Papa que le exigían clemencia.

Está bien que corramos un tupido velo sobre las responsabilidades personales y familiares. A estas alturas no importa dónde estuvo cada uno y mucho menos en qué bando lucharon nuestros padres y nuestros abuelos, siempre que todos condenemos sin paliativos aquel régimen, los antivalores en que se fundamentó, y que nadie se sienta aludido por tal condena.

¿Podemos imaginar que en Alemania perdurasen calles con el nombre del Führer o el de Goering?, ¿que alguna plaza se denominase del III Reich?, ¿que la estatua del Duce se mantuviese aún hoy frente a la Basílica de San Pedro? Fueron muchos los que colaboraron de una u otra forma con el nazismo. Cada uno ha disimulado como ha podido su participación y se ha integrado en la vida civil (decían que el Bundesbank estaba lleno de antiguos nazis). A nadie se le ocurre, sin embargo, decir que la condena del nazismo abre viejas heridas ni los partidos de derechas se sienten aludidos por dicha condena. Más bien, todos, puesto que son partidos democráticos, reconocen la monstruosidad que representó aquel régimen, incluso se ha tipificado como delito su apología, y se le da el carácter de ilegal a cualquier fuerza política que adopte su pensamiento.

Alemania hizo su propia catarsis; España, a juzgar por los hechos, no. Solo así se puede entender que el director de uno de los principales periódicos se atreva a decir que el franquismo no debió de ser tan malo cuando los españoles han aceptado como jefe del Estado a quien había designado el dictador.