Pólvora del rey

Siempre me ha asombrado la diferente percepción que la sociedad tiene de los asuntos según hagan referencia a la propiedad privada o a la pública. Cualquier ladrón o estafador sufre una clara reprobación social. Pero la cosa cambia cuando se trata de la Hacienda Pública. A los defraudadores se les trata con mucha más benevolencia; en ocasiones, incluso aparecen revestidos de un halo de heroísmo o al menos son tenidos por avispados y vivos. La lógica indica que debería ser al revés. Aunque fuese tan sólo por egoísmo, deberíamos reprobar mucho más a los que evaden impuestos –que en el fondo nos están robando a todos– que a los que cometen un delito contra la propiedad privada, que habitualmente no es la nuestra.

Pero este disparar con pólvora del rey no queda circunscrito al ámbito del hurto. Leo con asombro que el contencioso del edificio del Cabo de Gata, construido ilegalmente con grave daño al medio ambiente, se va a solucionar con dinero público. La Junta de Andalucía va a ejercer el derecho de retracto, va a adquirirlo por más de dos millones de euros, para derruirlo a continuación. Es decir, que el dinero de todos los andaluces terminará pagando la especulación de ciertos empresarios y la incompetencia –si no algo peor– de los cargos municipales y autonómicos.

El principal partido de la oposición también dispara con pólvora del rey cuando su presidente, ante la estafa de Afinsa y del Forum Filatélico, propugna que el Estado asuma las pérdidas. Para conseguir votos no hay nada como ser generoso con el dinero ajeno. El PSOE no quiere ser menos y su portavoz en el Congreso también ha abogado por la creación de un fondo con recursos públicos.

Ciertamente, produce amargura escuchar los testimonios de los damnificados, muchos de ellos pequeños ahorradores que han perdido su reducida fortuna, pero ello no es óbice para dar una vez más la razón a Galbraith acerca de los factores constantes que acaecen en toda trampa financiera: por supuesto, la falta de escrúpulos de aquellos que pretenden timar al personal, y que piensan que nunca se va a descubrir el fraude, pero también la ingenuidad no carente de avaricia de los inversores, todos ellos convencidos de haber encontrado la piedra filosofal y de ser más astutos que el resto de los mortales. En esta ocasión, parece que nadie veía nada extraño en que se garantizase el 6% de rentabilidad anual cuando ninguna entidad financiera garantiza un interés por encima del 2%.

Una buena parte de la responsabilidad debe recaer sin duda sobre los responsables políticos de los distintos gobiernos, que después de crear no sé cuántas comisiones de supervisión con sueldos fabulosos dejan actividades como éstas desprotegidas y en tierra de nadie o, lo que es lo mismo, en tierra de las Comunidades Autónomas. En tales ocasiones, comenzamos a ser conscientes de la aberración que supone el haber troceado el Estado. ¿Acaso no es ingenuidad pensar, tal como hace la ministra de Sanidad, que una Comunidad Autónoma pueda controlar a empresas cuyas actividades se extienden a varias naciones? La consecuencia es que la inmoralidad de unos, la simpleza avariciosa de otros y la irresponsabilidad de los políticos termina compensándose con los recursos de todos los españoles, pólvora del rey.

Y los recursos públicos son también los que terminan lubricando el diálogo social. Todo son parabienes y felicitaciones porque empresarios y sindicatos han llegado a un acuerdo. ¡Cuán responsables son y qué bueno es el consenso! Pero éste sólo es posible porque el Gobierno ha puesto bastantes fondos públicos sobre la mesa, fondos que, en contra de la opinión generalizada, sí tienen dueño, todos los ciudadanos.

A España le cabe el dudoso honor de haberse situado a la cabeza de Europa en tasa de temporalidad. La causa hay que buscarla en la desregulación del mercado laboral llevada a cabo en los años ochenta y en la anuencia legal de todo tipo de contratos basura. Cuando el porcentaje de temporalidad se ha desorbitado al triplicar la media europea, diálogo social tras diálogo social se han propuesto reducirlo; pero en lugar de modificar de nuevo la legislación laboral deshaciendo aquellos cambios que han producido tal distorsión, es decir prohibiendo determinados tipos de contratos basura, se ha querido incentivar a los empresarios subvencionando los contratos indefinidos. El resultado está a la vista, nada se ha conseguido.

En el acuerdo social que acaba de firmarse se recurre al mismo procedimiento, el Gobierno ha vuelto a poner dinero encima de la mesa. Se ha comprado con recursos públicos, es decir, de todos los ciudadanos, la adhesión al consenso de los empresarios, reduciendo las cotizaciones sociales y subvencionando los contratos indefinidos. Con pólvora del rey. El coste de la reforma va a ser, según estimaciones del propio Ministerio de Trabajo, de 2.165 millones de euros, para entendernos, aproximadamente 350.000 millones de pesetas. Más sorprendente es aún, si cabe, el comentario del vicepresidente económico afirmando que se queda muy tranquilo, puesto que la reforma se financia no con impuestos sino con reducción de cotizaciones sociales. Sublime, como si éstas no fuesen ingresos públicos. Después se dirá que no hay recursos para mantener el sistema de pensiones.