Obama, Premio Nobel de la Paz

Obama ha recogido el premio Nobel de la paz en medio de una fuerte polémica acerca de si es o no acreedor a él, polémica, a mi entender, un tanto infundada si tenemos en cuenta que ostentan este título, entre otros, Kissinger, bruñidor del golpe de Estado de Pinochet, algunos terroristas convertidos después en hombres de Estado y varios ex presidentes americanos. Quizás el planteamiento debería ser otro: si tiene sentido o no el establecimiento de este Nobel, sometido a todo tipo de equilibrios políticos. La paz es una realidad difusa, difícil de definir y que casi siempre se encuentra mezclada con la violencia, a la que necesita para subsistir. Quizás es éste el mensaje que con gran habilidad quiso rubricar Obama en Estocolmo: que, tal como defendió Sartre hace ya muchos años, hay que mancharse las manos.

Hay una parte del discurso de Obama difícilmente cuestionable. Al margen de visiones idílicas e irreales, el pacifismo, como el liberalismo, llevado al extremo se destruye a sí mismo. Un mínimo de violencia resulta imprescindible para instaurar la paz. Cualquier sociedad organizada precisa de la fuerza para evitar el caos. Tal como afirmó Obama: “El mal existe en el mundo y decir que la fuerza a veces es necesaria no es un llamamiento al cinismo, sino un reconocimiento de la historia, de las imperfecciones del hombre y de los limites de la razón”.

Pero afirmar que la fuerza es necesaria en ciertas ocasiones es al mismo tiempo reconocer las restricciones que comporta su uso tanto en el ámbito interno de los Estados como en el exterior. El reciente premio Nobel lo reconoce y recurre a la escuela de Salamanca y a Vitoria para definir la guerra justa y las condiciones que ha de cumplir. Incluso va más allá aceptando que, aun cuando la contienda sea justa, no todo está permitido y que es imprescindible respetar unas normas, que son “precisamente las que nos hacen diferentes a nuestros enemigos”. Admitió que al apartarse del camino de esas reglas se deslegitiman futuras intervenciones, por muy justificadas que sean. Por ello –dijo- había prohibido la tortura y pretendía cerrar Guantánamo.

Hasta aquí poco hay que objetar. Es más, podríamos afirmar que sus palabras no tienen por qué desmerecer de un premio Nobel de la paz. De ahí el sectarismo de ciertos conservadores españoles cuando pretenden mantener que Bush podría haber pronunciado ese mismo discurso. No, el anterior presidente de EEUU nunca hubiera podido emplear palabras parecidas. En primer lugar, por una evidente carencia de conocimiento e inteligencia, y en segundo lugar y más importante porque van en contra de su pensamiento y de su práctica. Atacan su política en la misma línea de flotación. En su fundamentalismo, la guerra justa se equipara a la guerra santa, tan dogmática y basada en sus dioses como la de los terroristas islámicos a los que pretendía combatir.

El hombre Obama no guarda ningún parecido con el hombre Bush, pero ambos coinciden en su papel de presidente de EEUU. Y aquí comienzan las incongruencias y falsedades en el discurso del reciente premio Nobel. En política resulta difícil no ser esclavo del pasado, propio y ajeno, y cuando se llega a presidente de EEUU, para bien o para mal, se está atado a la herencia recibida. Obama se mancha las manos de tal forma que pretende justificar lo injustificable, seis décadas de intervenciones militares norteamericanas a lo largo de las cuales resulta difícil calificar de justas las contiendas en que ha intervenido, al igual que resulta hipócrita mantener que EEUU jamás ha luchado contra democracias cuando ha desestabilizado muchas de ellas y ha sido, y aún es, tanto en Asia como en América Latina, el baluarte de muchas dictaduras.

Las de Irak y Afganistán, por citar sólo algunas de las contiendas, son guerras radicalmente injustas. Muchos de los que hemos criticado éstas y otras intervenciones anteriores no lo hemos hecho porque estemos imbuidos de ningún angelismo pacifista, ni porque no seamos conscientes de que la violencia es necesaria en ocasiones, sino porque se trata de contiendas ofensivas en las que no se cumple ninguna de las condiciones exigibles para poder justificarlas, ni se han agotado todas las otras medidas alternativas, ni son proporcionadas, ni se respeta a los civiles. No han colaborado en la pacificación de los territorios ocupados; por el contrario, los han convertido en polvorines, de los que ahora no se sabe cómo salir, y que sin duda van a convertirse en el quebradero de cabeza de Obama y de los demás  mandatarios internacionales.

Pretender justificar estas ocupaciones por el terrorismo islámico carece de lógica y de proporción, sin olvidar, por otra parte, que éste debe en buena medida su origen al problema palestino, al comportamiento de Israel y al apoyo incondicional que EEUU ha prestado siempre a este terrorismo de Estado. ¿Cómo hablar de guerra justa ante lo que está ocurriendo en Gaza? ¿Cómo prohibir a Irán la posesión de armas atómicas cuando se le permite a Israel? Obama lo tiene complicado. No se puede ser hombre de paz y presidente de EEUU al mismo tiempo.