Gore o Bush

Pocas palabras gozarán en los momentos presentes de más aceptación que la de democracia. Todos pretenden cubrirse con su manto. Pero al tiempo que se universaliza, pierde contornos y no sabemos ya muy bien qué significa. Se predica de sistemas políticos que son, en el fondo, dictaduras encubiertas. Uno tiene la impresión de que, incluso en las naciones de más rancia tradición democrática y que se han tenido siempre como defensoras de las libertades, el juego político ha quedado cautivo de una minoría social, de un grupo privilegiado que mueve los hilos del poder, que monta el escenario en el que al resto sólo le queda, como mucho, interpretar el papel que le han marcado.

Esta semana se está celebrando en Los Ángeles la convención demócrata. Globos, banderas, pancartas, discursos y, sobre todo, fiestas; fiestas para obtener las aportaciones necesarias para financiar la campaña. Dicen que en los últimos 18 meses habían obtenido ya 22.000 millones de pesetas (25.000 los republicanos) y que esperan alcanzar los 27.000 millones.

Quien paga, manda. Ahí radica el gran sistema político americano, paradigma de libertad y democracia. Los candidatos y políticos están desde el origen hipotecados a quienes les han financiado la campaña: bancos, compañías de seguros, holdings, grandes empresarios, industriales de distintos sectores, sindicatos, despachos de profesionales y un largo etcétera. Cada uno con sus demandas corporativas y dispuestos a pasar más tarde factura.

Puede resultar extraño, pues, que las únicas reivindicaciones no satisfechas sean las de las clases bajas que carecen de recursos económicos y, por tanto, de capacidad de comprar a políticos y partidos? O, dicho de otra manera, ¿puede sorprendernos que el régimen americano gire exclusivamente alrededor de dos formaciones políticas bastante similares, y que no estarán dispuestas en ningún caso a perjudicar lo más mínimo los intereses del poder económico? La izquierda ha desaparecido o al menos ha sido obligada a recluirse fuera del sistema, al margen de los canales oficiales, y sólo parcialmente emerge de vez en cuando protestando en la calle. Eso sí, rodeada, tal como ocurrió en Seattle, en Filadelfia y ahora en Los Ángeles, de tantos policías como manifestantes.

Más de la mitad de la población vive de espaldas a la política, convencida de que, sean cuales sean los resultados electorales, apenas si tendrán impacto en sus vidas. Han presenciado cómo la alternancia de republicanos y demócratas no ha variado esa tendencia perversa de aumentar progresivamente la desigualdad en la distribución de la riqueza y la renta. Intuyen la farsa que el entramado político representa y se sienten impotentes de modificar un ápice un sistema perfectamente amarrado y cerrado. Gore o Bush… ¡qué más da!

Se puede llamar a esto democracia? ¿Puede convertirse tal sistema en el paradigma a imitar por el resto del mundo? Hoy más que nunca la concentración de poder económico y las desigualdades en los niveles de vida colocan en un brete el concepto clásico de democracia. O la democracia se adapta a la nueva situación o estará condenada a ser una cáscara huera, un manto con el que cubrir y esconder las vergüenzas y desafueros de una oligarquía.