Negociación con ETA

Hace ya, me atrevería a decir, años que absurdamente la polémica nacionalista y su correlato el terrorismo acaparan la actualidad y el debate en nuestro país, desplazando a segundo término los verdaderos problemas políticos y sociales. Pero no por mucho que se hable de ello las cosas están más claras y los discursos son más coherentes. Ciñéndonos al tema de ETA, ciertos planteamientos son difíciles de entender. Por ejemplo, nunca he comprendido esa afirmación repetida por unos y por otros de que con los terroristas no se negocia. Por una parte, la Historia nos muestra con profusión que todos los gobiernos y todos los países lo han hecho si han tenido necesidad; y, por otra parte, el término negociar no remite a ningún ámbito moral o ético, sino mercantil en sentido amplio, de poder y de fuerza; se negocia cuando ambas partes tienen algo que ofrecer y ninguna de ellas tiene capacidad suficiente para imponer a la otra su voluntad.

Al terrorismo, suele declararse pomposamente, se le derrota. Es evidente, pero cuando la derrota es imposible o, se prevé para ella un plazo demasiado largo, de producirse, resulta lógico pensar en la negociación como solución alternativa. Es por ello por lo que, más o menos abiertamente, todos los gobiernos han intentado establecer algún tipo de diálogo cuando la ocasión ha sido propicia; otra cosa muy distinta es lo que se esté dispuesto a ceder en esa negociación.

Tampoco logro entender esa otra afirmación de que con los terroristas sólo se puede negociar después de que hayan abandonado las armas. No lo entiendo, porque si ya han abandonado las armas, ¿para qué negociar? Es precisamente el fin de la lucha armada lo que hay que consensuar. La lógica del razonamiento es tan elemental que cabe sospechar que en el fondo todos mienten cuando declaran tal cosa. Y es también lógico pensar que ese abandono de las armas difícilmente va a producirse sin contrapartida, contrapartida que como mínimo consistiría en la excarcelación progresiva de presos y en la concesión de algún tipo de amnistía. ¿Alguien puede creer seriamente que ETA abandone voluntariamente las armas mientras sus presos continúan en la cárcel? ¿Por qué no somos claros entonces y decimos las cosas como son? No parece que la mayoría de los españoles estuviesen en contra de una negociación en estos términos. Es más, desde el punto de vista moral y legal tiene su lógica. En una concepción moderna del Derecho Penal, las penas impuestas en la sentencia, a pesar de denominarse así, no tienen principalmente una finalidad punitiva sino de reinserción. Y pocas dudas parece haber de que, abandonada la lucha armada, los detenidos se reinsertarían a la vida civil sin demasiada dificultad.

Hasta aquí no parece que haya nada raro ni reprochable. Se comprende que los que han sentido en sus carnes el zarpazo del terrorismo tengan objeciones; pero asumir políticamente estas objeciones y ampararse en ellas para desprestigiar el posible diálogo carece de lógica y de consistencia. Y, lo que es aún peor, esta posición extrema (de oponerse a todo diálogo y negociación y de negarse a la posible excarcelación de presos en un futuro) puede privar de razón a quienes la mantengan e inhabilitarles para oponerse y censurar una negociación realizada en términos más resbaladizos. Porque la confusión puede provenir también de este otro extremo.

Parece que todo el mundo coincide en que no puede pagarse un precio político, y que en ningún caso se deben pactar con los terroristas los aspectos institucionales; pero la cuestión deviene en sofisma, casi en engaño, cuando al mismo tiempo se habla de dos mesas paralelas, una en la que se sentaría ETA y en la que se discutiría la entrega de las armas y la excarcelación de los presos, y otra en la que se reunirían todas las fuerzas políticas para determinar el futuro del País Vasco. De poco sirve que ETA no esté presente en esta última mesa, si desde la paralela vigila su marcha y está dispuesta a condicionarla. Y aquí sí, aquí pueden surgir ya las objeciones serias.

Sin duda es una exageración identificar, como se ha hecho en ocasiones, nacionalismo con terrorismo, pero tampoco se puede olvidar que por procedimientos distintos ambos persiguen iguales objetivos y que siempre existe la tentación, por supuesto de forma no confesada, de que el nacionalismo aproveche la presión que realiza el terrorismo para conseguir estos objetivos. En el frontispicio programático de ambos aparece el derecho de autodeterminación, aun cuando se disfrace bajo otras expresiones menos claras como la de “ámbito vasco de decisión”, y que por lo visto también se ha trasladado a Cataluña, no ya sólo en el lenguaje de los nacionalistas sino en el del propio PSP cuando su presidente afirma que “eso sólo compete decidirlo a los catalanes”. En definitiva, con lo que se está jugando es con el concepto de soberanía. Saber si la soberanía radica en la totalidad de ciudadanos que conformamos el Estado español o, por el contrario, si se puede trocear en múltiples compartimentos según interese a las clases políticas de turno.

Planteado así el problema, la negociación es mucho más cuestionable y resulta comprensible que sean muchos los que se opongan a pagar este precio, afirmando que para este viaje no hacían falta tales alforjas y que nos podíamos haber ahorrado veinticinco años de terrorismo. La crítica es tanto más lógica cuanto que la actitud adoptada por el Gobierno y por el propio partido socialista en el Estatuto de Cataluña no presagia precisamente desenlaces felices. Pero para hacerla hay que cargarse de razón y ésta se pierde cuando desde una postura cerril uno se opone a toda salida dialogada del terrorismo.