¿Y si nos saliésemos del euro? (1)

El pasado sábado 1 de octubre, escribí en el diario Público un pequeño artículo con idéntico título al escogido para esta columna. El número de correos y opiniones recibidas me han convencido de que se trata de un tema sensible. Dado el tasado número de líneas con que cuenta el espacio dedicado al consejo editorial en el citado diario, y que, por tanto, solo me permitió dar algunas pinceladas sobre el tema, sin poder matizar muchas de las afirmaciones realizadas, he decidido dedicar el artículo de esta semana (y por lo menos el de la próxima) en República al mismo asunto, ya que las páginas virtuales no imponen las mismas limitaciones que las páginas escritas.

 

Estos artículos, al igual que el del día uno, tienen como única finalidad servir de revulsivo. La misma forma que adopta el título, a modo de interrogación, indica bien a las claras que no se trata de defender una tesis perfectamente definida, sino de plantear una posibilidad que casi todo el mundo se niega siquiera a considerar. Es tabú. Da vértigo.

 

Resulta fácil relatar los enormes costes, dificultades y problemas que pueden seguirse de tal decisión, pero eso nadie lo niega. La cuestión no puede plantearse en esos términos, si al mismo tiempo no nos preguntamos además si es posible otra alternativa y, en el caso de que exista, si sus consecuencias no serían incluso peores.

 

Quizá la mejor forma de abordar el problema sea comenzar por admitir lo que ya es evidente. En esa línea hay que aceptar que la interpelación de Felipe González frente al triunfalismo bobalicón de López Garrido tenía todo el sentido: “¿Por qué no reconocer, Diego, que Europa se encuentra al borde del abismo?”. Cierto, pero sin duda hay que ir mucho más allá, y buscar la causa de esa inmensa trampa en la que nos hallamos. Hay que reconocer también que la constitución de la Unión Monetaria ha sido un inmenso error, y que tal vez no estaríamos al borde de ese precipicio si no se hubiera aprobado en su día el Tratado de Maastricht. Son esos polvos los que han traído estos lodos. Basta con comprobar la diferente situación en la que se encuentran los países que están fuera de la Eurozona.

 

Todos los que defendieron entusiásticamente la creación de la Unión Monetaria deberían tener el pudor, al menos, de callarse ante la situación actual y reconocer su equivocación. Únicamente a partir de ahí se podrá empezar a abordar las soluciones. Es verdad que muchos de ellos comienzan a reconocer los enormes defectos que presenta la actual Unión Monetaria, pero los describen como si fuesen algo accidental, caídos del cielo, originados por la incompetencia de los actuales mandatarios y, por lo tanto, de posible solución. Se resisten a aceptar que tales taras se encuentran en el proyecto desde el inicio y que, a estas alturas, resulta muy difícil, por no decir imposible, solucionarlas. Aciertan cuando sitúan como principal problema la ausencia de una unión fiscal, pero se equivocan cuando piensan que se trata de algo viable en los momentos presentes.

 

Casi todos, por no decir todos, los pertenecientes a esa minoría que criticamos y nos opusimos a la creación de la Unión Monetaria, la hubiéramos aceptado de muy buen grado si hubiese ido acompañada de una unión política y fiscal. El problema es que no se hizo así. Sin duda entonces no resultaba posible, pero mucho menos lo es ahora.

 

Hay que reconocer que ni las autoridades comunitarias, ni el presidente del Banco Central Europeo (BCE), ni los líderes de los respectivos países están colaborando mucho para que la Unión Monetaria funcione. Pero supongamos que cambia su actitud y se van corrigiendo determinados defectos. Imaginemos que el BCE realiza una política más expansiva en consonancia con la que está realizando el resto de los bancos centrales. Fantaseemos con la idea de que esta institución estaría dispuesta a comprar de forma ilimitada la deuda de los Estados miembros e incluso de que se ponen en funcionamiento los eurobonos. Es difícil de creer que todo ello suceda a corto plazo; pero seamos voluntariosos e imaginativos: si así ocurriese, se habrían solucionado sin duda muchos problemas, pero me temo que, a pesar de ello, la Unión Monetaria seguiría siendo inviable sin una unión fiscal.

 

Cuando algunos se refieren a la unión fiscal, la jibarizan dejándola reducida a una mera limitación del déficit público en todos los países y a la creación de la figura de un ministro de finanzas europeo, especie de inquisidor orientado a que se cumpla la condición anterior; pero la unión fiscal es mucho más que esto, de tal modo que incluso la entronización de estos elementos prescindiendo de todo lo demás, lejos de ayudar a la solución, puede dificultarla. La unión fiscal implica un presupuesto global que se pueda llamar tal por su cuantía, con potentes impuestos propios, capaces de garantizar servicios y prestaciones públicas homogéneas y, por tanto, con fuerte capacidad redistributiva. La experiencia indica que la unión mercantil y monetaria que se da en el interior de todos los Estados suele generar desequilibrios regionales que solo son asumibles mediante fuertes trasvases de recursos de las regiones ricas a las menos favorecidas, traducción de la política redistributiva que realiza el sector público en el ámbito personal. Buen ejemplo de ello lo tenemos en España con el debate de las balanzas fiscales, en Italia entre el norte y el sur, y en la propia Alemania, cuya unión entre la república federal y la democrática se llevó a cabo con importantes transferencias de fondos de la primera a la segunda.

 

Hablar de unión fiscal en Europa, en este sentido, es ciencia ficción. Parece impensable que los países ricos, comenzando por Alemania, estén dispuestos a aceptar el grado de política redistributiva interregional que se precisa para compensar los desequilibrios originados en el mercado y por el hecho de tener todos los países miembros la misma moneda. Más allá de la crisis de la deuda y de la deficiente reacción ante ella de las autoridades europeas, el problema es si en estas coordenadas, sin poder ajustar el tipo de cambio, determinados países no están condenados a una recesión permanente y, en consecuencia, antes o después la Unión Monetaria tenderá a desintegrarse.

 

Si esto es así, no vale adoptar la política del avestruz y, atrincherados en los muchos problemas que se seguirían, no querer siquiera considerar el escenario. Porque si la Eurozona tiene forzosamente que romperse, es muy posible que cuanto antes mejor, ya que el trauma será tanto más agudo cuanto más se demore la decisión. De hecho, por ejemplo nuestro país, después de las operaciones de rescate y de la modificación de la Constitución, está en una situación mucho peor que antes para abandonar el euro. Es por ello por lo que una postura coherente debería al menos, aun cuando dé cierto vértigo, plantear la posibilidad de esa ruptura, considerar las distintas formas de llevarlas a cabo. No todas son iguales ni tienen el mismo coste. Y aventurar con una gran dosis de osadía cómo pueden evolucionar las distintas economías y cómo se pueden minimizar los costes. Osadía que, por supuesto, no tiene por qué ser mayor que la de aquellos que aseguran que es preferible mantenerse en esta parálisis y que ya escampará.

 

Pero resulta obligatorio que el análisis de esa prospección quede pospuesto al artículo de la próxima semana.