Maldito Pacto de Toledo

Si Maquiavelo viviera hoy aconsejaría a su Príncipe que cuando tratara de introducir una medida impopular, inmoral o incluso criminal escogiese cuidadosamente un grupo de personas adictas, lo más simples que fuera posible, de manera que no pudieran tener la tentación de concebir siquiera una idea propia y que se limitaran a repetir con cierta coherencia el mensaje oficial, revistiendo, eso sí, las conclusiones con un andamiaje seudotécnico. A personas tales les debería otorgar el título de expertos, incluso el de sabios, y así las medidas más injustas y basadas en las mayores mentiras acabarían apareciendo como imprescindibles y provechosas. En los tiempos que corren también sería conveniente tener aleccionados a los medios de comunicación de modo que aireen y den bombo a la comisión de sabios y resalten sobre todo que las conclusiones se han alcanzado casi por unanimidad. ¿Es que podría ser de otra forma?

De este modo se plantea la reforma de las pensiones. La fórmula es tan eficaz que Montoro se ha apresurado a declarar que va a crear otro grupo de expertos para reformar el sistema fiscal. Echémonos a temblar. En realidad, con las pensiones ya se había aplicado un método parecido cuando en los primeros años noventa el Congreso aprobó una proposición no de ley, presentada por CiU -cómo no-, por la que se creaba una ponencia en el seno de la Comisión de Presupuestos con el encargo de analizar los problemas estructurales de la Seguridad Social. El documento final, que se conoce bajo el nombre de Pacto de Toledo, fue aprobado por el pleno del Congreso de los Diputados en su sesión del 6 de abril de 1995.

Ciertamente que esta iniciativa no cayó del cielo ni surgió de forma espontánea, sino que vino precedida de toda una ofensiva internacional en contra de las pensiones públicas y a favor de las privadas que, partiendo de ciertos organismos internacionales como el Banco Mundial o la Unión Europea, tuvo su eco en todos los países, a través de la mayoría de las fuerzas económicas y políticas. Y fue esta concepción liberal, promovida por las entidades financieras y las organizaciones empresariales, y transmitida por algunos expertos y políticos, la que se coló de rondón en el Pacto de Toledo. Este realiza una segregación entre Estado y Seguridad Social, estableciendo la separación de fuentes de financiación. Mientras determinadas prestaciones, como las no contributivas, pasan a ser responsabilidad del Estado y a financiarse con impuestos, otras, las contributivas, quedan confinadas en el ámbito de la Seguridad Social y financiadas con cotizaciones sociales.

Desde este enfoque, la separación de fuentes no se ha entendido como algo convencional, un mero instrumento para la transparencia y la buena administración, sino como algo esencial, de forma que, lejos de garantizar las futuras pensiones, ha dado ocasión a que algunos conciban de manera abusiva la Seguridad Social como un sistema cerrado que debe autofinanciarse y aislado económicamente de la Hacienda Pública, con lo que queda en una situación de mayor riesgo y dificulta toda mejora en las prestaciones. La auténtica amenaza sobre las pensiones se cierne cuando se considera la Seguridad Social como algo distinto del Estado.

La solución de cualquier problema depende mucho de en qué términos esté planteado. La sostenibilidad del sistema público de pensiones se ha planteado, en unos casos por ignorancia y en otros por intereses espurios, de la peor forma posible. Si la financiación de las pensiones se hace depender exclusivamente de las cotizaciones sociales, la cuestión resulta insoluble y por fuerza las prestaciones serán cada vez más reducidas. Con el pretexto de crear empleo se producirán continuas disminuciones o exenciones de las cuotas patronales que harán cada vez más difícil la suficiencia del sistema. Y se producirá la paradoja de que las actuales generaciones de jubilados y las próximas, a pesar de pertenecer a sociedades mucho más ricas, sufrirán en la vejez una situación económica bastante peor que la de sus antecesores.

En el marco del Estado social, resulta de todo punto inaceptable que las pensiones deban ser financiadas exclusivamente mediante cotizaciones sociales. El artículo 50 de la Constitución Española afirma: “Los poderes públicos garantizarán, mediante pensiones adecuadas y periódicamente actualizadas, la suficiencia económica a los ciudadanos durante la tercera edad”. Son, por tanto, todos los recursos del Estado los que tienen que hacer frente a la totalidad de los gastos de ese Estado, también a las pensiones. La separación entre Seguridad Social y Estado es meramente administrativa y contable pero no económica, y mucho menos política; es más, tiene mucho de convencional, como lo prueba el hecho de que la sanidad y otros tipos de prestaciones que antes se imputaban a la Seguridad Social hoy se integren en los presupuestos del Estado o en los de las Comunidades Autónomas.

Desde esta óptica, la sostenibilidad de las pensiones es un problema ficticio, al menos como problema distinto del de la economía nacional, y solo dependerá de la voluntad política de mantener una presión fiscal adecuada. La sociedad cuenta y contará con recursos suficientes a no ser que gobiernos incompetentes conviertan en crónica la crisis actual. Poco importan la pirámide de población y la esperanza de vida. La cuestión no radica en cuántos son los que producen, sino en cuánto es lo que se produce. Cien trabajadores pueden producir lo mismo que mil si su productividad es diez veces superior, de tal modo que los que cuestionan la viabilidad de las pensiones públicas cometen un gran error al basar sus argumentos únicamente en la relación del número de trabajadores por pensionistas pues, aun cuando esta proporción se reduzca en el futuro, lo producido por cada trabajador será mucho mayor. (Véase en este mismo diario digital mi artículo del pasado 17 de abril).

Los llamados expertos nos han obsequiado con una fórmula polinómica a la que denominan factor de sostenibilidad, que solo induce a la confusión. Recuerda aquella que el chiquito de Harvard se inventó hace ya casi treinta años para aplicar a las rentas familiares en el IRPF. Y es que los que se creen expertos son así. La cuestión infundiría risa si no fuese tan trágica. Para plantear un factor de sostenibilidad no tienen por qué retorcerse tanto. La regla puede ser infinitamente más sencilla: que la actualización de las pensiones se efectúe de acuerdo con la variación de la renta per cápita (por supuesto, en términos nominales). Esa sí que sería una reforma justa y, además, perfectamente sostenible siempre que estemos dispuestos a mantener un sistema fiscal con la suficiencia y la progresividad adecuadas.