Antiguo y nuevo régimen

Hay discursos que cuesta entender. No se sabe muy bien si por oscuridad verbal -quizás también mental- de quien los pronuncia o por lo etéreo de los conceptos que se emplean. Viene esto a cuento de Maragall y sus nacionalidades históricas, porque digo yo que todos los territorios y pueblos tienen su historia. Y todos los Estados europeos, también. A lo largo de la Historia, éstos se han ido forjando como agrupaciones de territorios más pequeños, debido a la casualidad, al éxito bélico de sus monarcas y príncipes o a simples alianzas matrimoniales. En este proceso, como en la definición de las actuales fronteras, hay, por supuesto, mucho de contingencia histórica. Las cosas, qué duda cabe, podrían haber sido de cualquier otra manera. Pero han sido así. Por eso, en tal materia repelen las invocaciones metafísicas o trascendentales.

Los Estados, al menos como hoy los conocemos -con entidad propia y después de haber repudiado su situación de apéndices patrimoniales de las Coronas- son relativamente modernos. Y moderno es el Derecho que les da cobertura, basado en la igualdad jurídica de todos los ciudadanos. En el Antiguo Régimen los derechos no eran individuales, sino estamentales, territoriales. Tampoco eran universales, sino que se identificaban con la noción de fuero, de privilegio, privilegios pactados, más bien arrebatados al monarca o al emperador por un estamento, ciudad, territorio, condado o reino. El ciudadano poseía derechos únicamente en su calidad de miembro de un territorio o estamento.

El Estado moderno resulta incompatible con los fueros y privilegios, ya sean individuales o colectivos, y toda pretensión de establecerlos es una involución hacia el pasado, a situaciones y condiciones predemocráticas. Estaríamos buenos si tuviésemos que retornar a las prerrogativas o regalías de la Edad Media o del Antiguo Régimen.

En el nuevo régimen no son los territorios, ni las ciudades, ni los estamentos, los que contribuyen y reciben servicios y prestaciones del Estado, sino los ciudadanos. Por eso carecen de sentido expresiones tales como las de déficit fiscal de Cataluña o planteamientos como los que realiza Maragall acerca de que las Autonomías contribuyan según su renta y perciban según su población. Son los ciudadanos los que contribuyen, y deben hacerlo con independencia del territorio en que residan, de acuerdo con su capacidad económica, pero de forma progresiva, es decir, más que proporcionalmente. Y son también los ciudadanos, al margen de cuál sea su Comunidad, los beneficiarios, según sus necesidades y circunstancias particulares, de los servicios y de las prestaciones sociales. El saldo de cada Comunidad no es algo previamente pactado, sino el resultado lógico de estas reglas generales.