La inquisición americana

Afirma Bertrand Russell en su obra “Libertad y Organización” que los europeos se interesaron profundamente por EEUU durante los veintidós primeros años de su existencia, ya que representaba el ejemplo más completo e importante de democracia. Respecto a este país, la opinión, continúa el escritor, se dividió: entre los radicales se consideraba traición poner defectos a América; entre los conservadores, por el contrario, concederle méritos. Esta actitud no se limitaba sólo a los europeos, los propios norteamericanos tenían conciencia de ser los pioneros del progreso político;  Jefferson, al retirarse en 1809, proclama que son los únicos depositarios de los restos de libertad humana.

Han trascurrido desde entonces dos siglos y es posible que la mayoría de los americanos continúen considerándose paladines de la democracia, pero sin duda la opinión mundial ha cambiado radicalmente. Hoy, EEUU hace las delicias de los conservadores y cuanto más reaccionarias son las posiciones, más se admira y se defiende la política americana. Por el contrario, la condena surge de toda opción progresista por moderada que sea. Y es que EEUU, al margen de los discursos oficiales, se ha convertido en la mayor fuerza opresora y en el origen de todo pensamiento conservador dispuesto a sacrificar la libertad y los derechos a una hipotética seguridad.

El Congreso y el Senado norteamericanos acaban de dar luz verde a una ley de Bush encaminada a conculcar todos los derechos, garantías y convenciones internacionales, a la hora de detener y juzgar a cualquiera que esté acusado de terrorismo. Se trata de un intento de eludir la doctrina del Tribunal Supremo, que había condenado en diversas ocasiones las violaciones de derechos humanos cometidas en Guantánamo.

La ley comienza por mantener la figura de “combatiente enemigo ilegal”, a todas luces ambigua y fuera de cualquier tipificación jurídica; es más, la amplía a toda persona que ofrezca apoyo financiero y material a un supuesto terrorista. Como advierte certeramente el Centro para los Derechos Civiles, siguiendo esta lógica, hasta los abogados de los presuntos terroristas podrían ser acusados de combatientes enemigos, y todo opositor al presidente Bush, ser encarcelado indefinidamente.

Cuando se analiza la nueva ley, uno no puede por menos que recordar los tribunales de la Inquisición y los elementos más criticados de su funcionamiento. Todos ellos se dan en el procedimiento aprobado por Washington: jurisdicción especial, detención indefinida, tortura, pruebas ocultas, delaciones, desconocimiento del reo de la causa de la detención y del delito que se le imputa, pruebas de oídas si el juez determina que son fiables. La única diferencia es que los procesos inquisitoriales acaecían hace cinco siglos y sus procedimientos e instrumentos no diferían demasiado de los que se practicaban en otros muchos tribunales de  la época. La ley que se acaba de aprobar se va a aplicar en el siglo XXI en el país más avanzado del mundo, cuando todos creíamos que la humanidad había progresado sustancialmente en materia de garantías y derechos civiles.

Tiene razón Arlen Specter, senador republicano moderado, cuando declaraba después de rechazar el senado su enmienda que “esto nos retrotrae 900 años”. La enmienda de Specter pretendía tan sólo mantener el recurso del habeas corpus, considerado en la mayoría de las facultades de Derecho como la piedra angular del sistema legal de EEUU. La ley hace gala de una gran hipocresía, pretende aceptar la Convención de Ginebra y condenar la tortura; pero, al tiempo, deja en manos de Bush la interpretación de la primera y establece técnicas especiales de interrogatorio cuando él lo crea conveniente. En realidad, todo va a seguir igual y la CIA persistirá en sus particulares interrogatorios, sólo que ahora sin la amenaza del Tribunal Supremo, por lo menos hasta dentro de varios años, tiempo que este tribunal tardará en poder dictar la inconstitucionalidad de la ley.