Decepción de la política

Contrasta la opinión que los filósofos griegos tenían de la política como una de las actividades más elevadas, con la que en estos momentos parecen tener los ciudadanos españoles y me atrevería afirmar que los de la mayoría de los países democráticos. Las encuestas indican el descrédito en que ha caído esta profesión. Se podía pensar que ello obedece a los sucesos de corrupción que últimamente ha conocido la opinión pública. Pero no parece que sea ésta la causa única, ni siquiera la principal. Los ciudadanos intuyen que, en todo caso, no es más que el efecto de un mal más profundo.

Es bien conocido que política deriva de polis, en griego, ciudad. Para los helenos, la ciudad era el ámbito de lo público y su cuidado uno de sus primeros valores. Hoy, sin embargo, los políticos son los primeros que no creen en lo público. Tal vez lo que más puede decepcionar a los ciudadanos son los discursos: todos ellos previsibles, todos a piñón fijo, mazacotes, sin fisuras, sin el menor análisis. Recitados de manera mecánica. Nadie está convencido de lo que pregona. Poco importa la verdad, sólo vencer o descalificar al adversario.

No se cree en la polis, sólo en el partido, tomado como plataforma para alcanzar los propios objetivos, poder, dinero, prestancia social, etc. La pertenencia a una formación política se ha transformado en el mecanismo adecuado de ascenso en la escala social hasta niveles que de otra manera jamás se habrían logrado. El partido es el instrumento óptimo para que los que carecen de méritos, capacidad y cualidades alcancen puestos preeminentes en la sociedad. En las fuerzas políticas, el valor supremo es la llamada fidelidad, como adhesión incondicional al líder. La discrepancia está prohibida. Nuestra Constitución establece que los partidos deben ser democráticos. Nada más lejos de la realidad. Su esquema de funcionamiento es el de las sociedades cerradas de Popper.

Pero a la decepción de la política, al menos en España, colaboran de forma decisiva los medios de comunicación social, cuya postura llega a ser tan sectaria que la de los políticos, afiliándose a uno u otro bando con tanto o mayor dogmatismo. No se trata por supuesto de defender distintas posturas ideológicas. Aquí no hay ideologías sino intereses y banderías, por eso lo que un día se anatematiza de una formación política, al día siguiente puede ser perfectamente aceptable, e incluso loable, por la única razón de que son otros los actores.

En ese totalitarismo tribal, algunos periodistas van tan lejos que pretenden ser los estrategas o ideólogos de la formación política elegida. Hasta tal punto asumen su papel que adoptan posturas incendiarias cuando no siguen sus instrucciones al pie de la letra. Uno de los graves problemas de Rajoy es el fuego mediático amigo.

Los acontecimientos que han rodeado al Partido Popular en la semana anterior son bastante expresivos de todo lo anterior. En un sistema democrático con partidos también democráticos, las declaraciones de Manuel Cobo no deberían haber creado ningún problema. Eran sus opiniones, que por otra parte, seguro que son ampliamente compartidas dentro y fuera del PP. Sin embargo, poco ha faltado para que algunos pidiesen que se le quemase en la hoguera y, lo que es aún más llamativo, desde todos los ángulos se ha tildado a Rajoy poco menos que de "bragazas" por no actuar con toda la contundencia que los centuriones reclamaban.

Nunca he entendido lo de que la ropa sucia haya que lavarla en casa. Las formaciones políticas tienen una finalidad pública y lo que en ellas suceda interesa a todos los españoles. El espíritu gremial y de cofradía cuadra mal con las sociedades abiertas y el sistema democrático. Los medios de comunicación no dejan de reclamar la democracia interna en los partidos políticos, pero, ¡oh paradoja!, en cuanto se produce la menor discrepancia o crítica interna caen como buitres censurando la división. En la pasada semana se ha podido presenciar cómo los mismos periodistas que fustigaban a Rajoy por su falta de carisma, liderazgo y fuerza al no actuar contundentemente contra los rebeldes, pocos días después le tildaban de estalinista por condenar las manifestaciones externas. El descaro no tiene límites. Lo que digo, que don Mariano se cuide del fuego amigo.