El gran inquisidor

Tras la Segunda Guerra Mundial una enorme sospecha se extendió como una sombra en la conciencia internacional. ¿Hasta qué punto los pueblos son responsables de las atrocidades cometidas por sus gobernantes? ¿En qué medida la nación alemana había sido cómplice, bien por acción bien por omisión, de las atrocidades nazis? Será difícil que a partir de ahora, tras las elecciones celebradas la semana pasada en EEUU, no se levanten en el mundo millones de dedos acusadores para señalar no ya a Bush, ni siquiera a un conjunto de políticos miembros de una administración, sino a toda una sociedad que democráticamente -al menos de eso alardea- ha elegido, ha optado por el carnicero de Irak.

Hasta el dos de noviembre era factible distinguir entre la Administración Bush y el pueblo norteamericano. Sólo la primera era responsable de los cien mil muertos iraquíes, las torturas de Abu Ghraib, el horror de Guantánamo. Ahora, después de las elecciones, la situación ha cambiado. ¿Se puede dudar acaso de que serán multitud las voces que en el mundo entero griten que el terrorismo de Estado se ha transformado en el terrorismo de toda una nación? El resultado electoral difícilmente legitima los crímenes de Bush, más bien hace partícipe de ellos a la gran mayoría de la sociedad americana.

Estos días los medios de comunicación se han hartado de repetir que los americanos en estos comicios han votado mayoritariamente dejándose guiar por los valores morales. Qué paradoja. Será más bien por los antivalores morales. ¿Qué moralidad es ésa que se siente incómoda ante el matrimonio de los homosexuales, pero contempla impasible la muerte de miles de niños a causa de los mísiles norteamericanos? ¿De qué valores hablamos? Se oponen a la eutanasia, pero se quedan impávidos ante el hecho de que cuarenta y cinco millones de ciudadanos carezcan de cobertura sanitaria y puedan morir sin asistencia médica en cualquier esquina.

Sólo el miedo, un miedo patológico, enfermizo, el que paraliza e impulsa a las sociedades a generar todo tipo de fascismo, puede explicar el resultado de las elecciones de EEUU. Muchos millones de americanos estuvieron dispuestos a vender su alma a cambio de seguridad y en su paranoia siguieron al que con menos pudor y sin matices se la ofrecía. Ni siquiera quisieron pararse a reflexionar si el ofrecimiento tenía consistencia o si se trataba más bien del lenguaje hueco de un predicador rural del lejano oeste.

Una vez más, se repite la leyenda del Gran Inquisidor en la que muchos años atrás Dostoievski plasmó con tanta precisión los mecanismos pulsionales que están detrás de cualquier fundamentalismo religioso o de cualquier fascismo político. En Sevilla, en el siglo XVI, las turbas arrojan a los pies del Inquisidor mayor su libertad rogándole que les libere de carga tan pesada e insoportable. A cambio sólo quieren seguridad, física pero principalmente intelectual, certeza. Muchos Estados de Norteamérica acaban de reinterpretar la función ante el comandante en jefe. Es el miedo a la libertad en el que Eric Fromm supo ver los fundamentos psicológicos del nazismo. La mediocridad personal se escuda en el nacionalismo. Uno se siente importante tan sólo porque pertenece a una nación importante. La existencia vulgar y vacía cobra sentido al formar parte de una idea trascendente y etérea.

El miedo a lo desconocido, la desconfianza hacia lo extraño, hacia el extranjero; predicar del otro, constituido en eje del mal, los instintos agresivos propios; atacar para que no me ataquen, guerra preventiva, estado de guerra permanente; sumisión total al caudillo, exaltación del líder fuerte y descerebrado; considerarse imbuidos de una misión universal e histórica, Dios salve a América; todos, todos ellos son elementos demasiado conocidos y constituyen el terreno abonado en el que han germinado multitud de sistemas autoritarios y tiránicos.

Con buena intención sin duda, múltiples voces han clamado durante los últimos días que estos parámetros no  son aplicables a la totalidad de la sociedad americana. Que casi la mitad de ella ha optado por Kerry en los comicios electorales. Tienen razón, pero se les olvida decir que para conseguir tal cantidad de votos el candidato demócrata ha tenido que emular gestas heroicas, disfrazarse de lo que tal vez no era, revestirse de católico fervoroso y ortodoxo, vanagloriarse de sus cruces y combates en Vietnam, exhibirse de entusiasta cazador y amante de las armas de fuego e intentar por todos los medios rivalizar con Bush en agresividad, fanatismo y arrogancia. No es lícito dudar de que en EEUU habrá muchas y honrosas excepciones, pero tampoco parece descabellado pensar que la sociedad americana se adentra mayoritaria y progresivamente por un camino que tiene claras connotaciones fascistas y que su imperialismo terrorista constituyen hoy el mayor riesgo para la paz y la justicia mundiales.