España es diferente

Hay políticas económicas correctas, otras que lo son menos; las hay de izquierdas y de derechas, pero las peores son las caóticas. Ante la crisis de los años treinta, Hoover y su ministro Mellon optaron por la no intervención estatal, dejando que la superase el propio mercado mediante la destrucción de aquellas empresas y sectores que se hubiesen mostrado ineficientes. A mi entender, fue una política equivocada, pero hay que reconocer que coherente con lo que entonces pensaban muchos economistas.

Quizás porque se contaba con la experiencia de aquella crisis, la reacción de los gobiernos de EEUU y del resto de países desarrollados ha sido muy distinta en los momentos actuales: han juzgado necesaria, en mayor o menor medida, la intervención del sector público, no sólo para garantizar los depósitos y rescatar los bancos en crisis transmitiendo así confianza a los mercados, sino también para estimular y reactivar la economía a través de políticas monetarias y fiscales expansivas. En mi opinión, una estrategia acertada, pero habrá quienes, aferrados al fundamentalismo de mercado, la consideren errónea.

Puedo entender, aunque no lo comparta, que haya quien diga que no es necesario que los gobiernos implementen políticas discrecionales y que basta con dejar actuar a los estabilizadores automáticos. También entiendo, aunque tampoco comparto, la opinión de los que, hablando de políticas discrecionales y desde un planteamiento de derechas, optan por la reducción de impuestos. No lo comparto porque me parece que a la hora de expandir la economía es más eficaz incrementar los gastos que reducir los ingresos y porque de esta forma, en líneas generales, se suele reducir la desigualdad en la distribución de la renta.

Se puede estar de acuerdo o no con todas estas políticas, pero son comprensibles. Lo que resulta escasamente entendible son aquellas posturas que plantean medidas y estrategias contradictorias. Ante la crisis, el Gobierno optó por una línea parecida a la de la Administración Obama y a las de otros gobiernos europeos, defendiendo políticas discrecionales expansivas y, al margen del mayor o menor acierto en su instrumentación, implementó programas en esa dirección como el Plan E. Pero he aquí que, al ser consciente del déficit en que iba a incurrir, le ha debido de entrar el mal de altura y, dominado por el vértigo, comienza a tomar medidas en el sentido contrario, reduciendo los gastos e incrementando los impuestos.

En momentos como los actuales, los impuestos sólo pueden subir por motivos de equidad, no por reducir el déficit público. En época de crisis, el Estado debe actuar de manera anticíclica, es decir, con un comportamiento contrario al del resto de agentes económicos. El nivel español de deuda pública es bastante reducido en comparación con el de otros países; no hay nada, pues, que impida tener durante algunos años un déficit cuantioso con la finalidad de reactivar la economía, única forma de lograr la estabilidad presupuestaria en el futuro. En cualquier caso, lo  insostenible y contradictorio es confeccionar, deprisa y corriendo y por lo tanto de manera precipitada, un plan de infraestructuras, para unos meses más tarde elaborar unos presupuestos en los que se recorte la inversión pública.

Y si así actúa el Gobierno, no parece que la oposición tenga una postura más coherente cuando, de cara a la crisis, recomienda bajar los impuestos para a continuación pronunciarse a favor de medidas contractivas de recorte del gasto público. En fin, como decía aquél, España es diferente.