Privado, privado

En los días previos a la reunión del G-20 en Pittsburgh, un asunto se situaba en primera fila del debate: la retribución de los ejecutivos de las entidades financieras. Algún mandatario internacional, como Sarkozy, hizo sobre la materia declaraciones radicales y el Consejo de jefes de Estado y de gobierno acordó proponer en la Cumbre limitaciones a los célebres bonos que cobran los administradores de los bancos. En Pittsburgh no se tomaron medidas concretas, aunque sí se formularon buenos propósitos. Existe el peligro de que, una vez pasada la crisis y por lo tanto el susto, todo continúe igual y que las retribuciones sean las mismas, quizás con alguna pequeña modificación. En esta línea están presionando fuertemente Wall Street, la City londinense y se supone que todos los sectores financieros del mundo. La presión debe de ser intensa cuando Obama, que mantenía al principio una postura firme, ha ido derivando hacia una actitud más tibia.

La cuestión es que esta vez la situación de injusticia ha sido muy llamativa. La mayoría de los ciudadanos de casi todos los países piensan que, por la actitud irresponsable de los bancos, han tenido que soportar la crisis más dura en cincuenta años. Al que más y al que menos le ha afectado muy negativamente, aunque tan sólo sea por la carga de deuda pública que va a gravitar sobre las diferentes haciendas públicas y que antes o después habrá que cubrir con impuestos o con recortes de gasto público, y se contempla con estupefacción y escándalo cómo, al tiempo que cae sobre las entidades financieras una cascada de dinero público, los ejecutivos bancarios en muchos casos responsables del desaguisado se van a casa con indemnizaciones millonarias y desproporcionadas.

Aquí en España, en plena crisis ha surgido una noticia bastante escandalosa: la pensión con la que se ha jubilado el consejero delegado del BBVA, tres millones de euros anuales. No es desde luego el primer caso; ya el señor Botín, después de la fusión del Santander con el Central Hispano, para librarse de los directivos de este último banco les concedió unas indemnizaciones astronómicas. Ahora es González el que para desembarazarse de un competidor utiliza el dinero del banco.

Lo peor es el descaro con el que algunos han intentado justificar el abuso. Se les llena la boca aduciendo que se trata de una entidad privada. Allá los accionistas. Parece que la palabra “privado” da patente de corso. Sin embargo, cuando nos movemos con bancos o con grandes empresas debemos preguntarnos qué significa este apelativo o, planteado de otra manera, a quién debemos considerar dueño. En teoría dicen que a los accionistas, pero en realidad, en la mayoría de los casos, los accionistas no pintan nada; la propiedad está tan dividida que el poder de éstos es irrelevante y apenas pueden influir en la marcha de la empresa, actúan más bien como prestamistas de capital. Entonces ¿quién? En la práctica los consejeros y, sobre todo, el presidente que se blinda, nombrando a su antojo a un buen número de ellos. Pero hay que decir que en la práctica, y sólo en la práctica, porque también en la mayoría de los casos carecen de título legítimo para ser considerados propietarios. El puesto que ocupan se debe al azar o a otras circunstancias menos dignas. Los accionistas, por más códigos Olivencia o de buen gobierno que se aprueben, son sólo una coartada para que los administradores ejerzan un poder despótico y aprueben las retribuciones que les parezcan.

No queda tan lejano, al menos en Europa, el día antes de que el neoliberalismo se convirtiese en pensamiento único en que se consideraba a la empresa una unidad en la que confluían distintos intereses: accionistas, trabajadores, proveedores, clientes, etc. Todos implicados y con derecho a participar en ella. Pero es que, además, tratándose de entidades financieras o de grandes compañías que suministran servicios esenciales a la sociedad o que actúan en régimen de oligopolio existe un interés social que se sitúa por encima de cualquier derecho de propiedad. Lo afirma, aun cuando nos hayamos olvidado de ello, nuestra Constitución: toda propiedad está subordinada al bien general.

No cabe duda de que todo lo referente al crédito y a la financiación tiene una enorme repercusión en la economía de un país, tal y como está demostrando esta crisis. La prueba palpable es que la quiebra de una entidad financiera puede acarrear efectos muy nocivos para la sociedad, de manera que rara vez el Estado puede permitirlo. No es lícito gritar “privado, privado” cuando se saben cubiertas por el Estado en caso de quiebra. Gritan “privado, privado”, pero en los momentos de dificultad se dirigen al Estado para que les avale frente al exterior. “Privado, privado”, pero a continuación recurren al Gobierno para que defienda en el extranjero los intereses de sus filiales. “Privado, privado”, pero tal como hace el presidente de la patronal, presionan al Ejecutivo para que con dinero público salve a su empresa de aviación que se encuentra al borde de la quiebra.