Gracias Felipe

El pasado domingo la flor y nata (la añosa y la actual) del partido socialista se reunió en el Palacio de Exposiciones y Congresos de Madrid para celebrar que hace treinta años cosecharon un triunfo electoral difícilmente repetible (202 escaños de 350). Las organizaciones, como las personas, cuando en el presente no tienen nada que vitorear retornan la vista al pasado buscando con nostalgia alguna victoria. Además, el pasado, cuanto más lejano, adopta tintes más amables, se magnifican los elementos positivos y se difuminan los negativos. La historia se reescribe de acuerdo con las nuevas situaciones y, sobre todo, en consonancia con los anhelos e intereses actuales.

Resulta innegable que aquel PSOE de principios de los ochenta en la oposición (nunca había gobernado) supo ilusionar a la sociedad española y concitar un gran apoyo electoral. Era el cambio que los ciudadanos, y principalmente las izquierdas, estaban esperando después de tantos años. Pero a la esperanza le siguió muy pronto la decepción. El espejismo duró poco tiempo. Y aquello de que las promesas están para no cumplirse se hizo enseguida realidad. El programa, de carácter moderadamente progresista, se fue escurriendo entre los dedos para dejar paso a los principios neoliberales, asumidos poco a poco al amparo del eslogan de “gato blanco, gato negro lo importante es que cace ratones”, que González había importado de China. Alguien podía haberle contestado que quizá lo más importante era saber para quién cazaba los ratones.

Las cacerías de los gobiernos de Felipe González se orientaron en primer lugar a sus propios intereses. Es por eso por lo que el grito de “gracias, Felipe” podía resultar sincero por lo menos en una parte importante de los asistentes al acto del pasado domingo, conscientes de cómo, sin ningún mérito por su parte, sus carreras, niveles de vida y estatus social se habían elevado a alturas que jamás habían soñado y que nunca hubieran alcanzado fuera de la política. Pagaron un único precio, el de tener que abdicar de sus principios, si es que a esas alturas aún los tenían. En el inicio, muchos de ellos, es verdad, tuvieron mala conciencia, pero como no se puede vivir permanentemente en tal estado, la mayoría se plegó de buen grado a las nuevas circunstancias, que por otra parte tantas prebendas les reportaba. Muy pocos fueron los que decidieron abandonar el barco. Esos, en todo caso, no estuvieron el otro día en el palacio de exposiciones. Pero desde donde se hallasen, tal vez, también con nostalgia se acordarían de lo que pudo ser y no fue; con rabia, rememorarían la traición cometida contra una ideología y la muerte de la socialdemocracia.

El “gracias, Felipe” lo podrían quizá repetir asimismo con sentido los banqueros, los empresarios, los dueños del dinero, las oligarquías económicas y financieras que han visto cómo González lograba desarmar el pensamiento progresista y toda política económica que pudiera dañar sus intereses. Desde la supuesta izquierda, se legitimaba el pensamiento de derechas y, en consecuencia, las políticas y medidas más conservadoras, dejando el camino expedito para la actuación de los siguientes gobiernos. Las múltiples reformas laborales desregularon el mercado de trabajo y situaron la temporalidad a unos niveles intolerables, origen de que en los momentos de dificultades económicas la tasa de desempleo se dispare en España muy por encima de la del resto de los países de nuestro entorno. Las reformas fiscales implantadas a finales de los ochenta y principios de los noventa por los gobiernos de González favorecieron claramente y de forma significativa a las rentas altas, a las de capital y a las empresas, sirviendo de coartada a las que después acometerían Aznar y Zapatero, y que se convirtieron en la causa de que en estos momentos se afirme que no hay recursos para la sanidad, para la educación, para la dependencia o para las pensiones.

Las oligarquías económicas y financieras pueden sin duda gritar “gracias, Felipe”, ya que inició y legitimó el proceso de privatizaciones de las grandes empresas públicas (Endesa, Argentaria, Campsa, Tabacalera, Acesa, Repsol, Indra, etc.), que con tanto éxito culminó el PP expoliando el erario público, es decir a los ciudadanos, y llenando las alforjas de una elite privilegiada. Firmó y aprobó el Tratado de Maastricht por el que se establecía la Unión Monetaria y por el que se dejaba atada y muy atada en Europa la política neoliberal. Supuso el origen y la causa de un proceso que, tal como estamos viendo ahora, habría de deteriorar la democracia y quebrar el Estado social.

El otro día, en el palacio de exposiciones muchos de los asistentes -es de suponer que los más jóvenes- sufrieron un espejismo: contraponer los tiempos actuales de escasez y miseria para el partido socialista con los de gloria de la época felipista. Pero lo cierto es que estos polvos vienen de aquellos lodos y que Zapatero y los suyos fueron tan solo un fruto lógico de la desideologización de la etapa anterior. El fenómeno no ha sido exclusivo de España. Cuando la crisis económica hizo patente los errores y las nefastas consecuencias del neoliberalismo económico, hubo comentaristas que se preguntaron si no había llegado el tiempo de la socialdemocracia. El problema es que no había quien pudiera responder a la llamada. Las formaciones políticas que se autodenominaban tales hacía tiempo que habían abandonado esa ideología y profesaban el discurso neoliberal, ¿como iban a constituirse en alternativa si venían repitiendo continuamente que no había alternativa a ese tipo de políticas? Schröder en Alemania, Tony Blair en Gran Bretaña o Felipe González en España sustituyeron todo pensamiento progresista por un pastiche doctrinal que tenía como único fundamento cierto utilitarismo tendente a conseguir la mayoría electoral a cualquier precio.

El otro día en Madrid, Felipe González, renunciando una vez más a toda ideología y haciendo gala de un enorme anacronismo, continúo dogmatizando acerca de que lo importante es tener vocación de mayoría, sin percatarse de que el problema no radica hoy en que el PSOE no tenga vocación de mayoría (ya le gustaría a él, ya), sino que la mayoría ha abandonado al PSOE. Después de muchos años de gobierno del partido socialista, los ciudadanos no se creen ya ni sus promesas ni sus discursos de oposición. Pasaron los tiempos en los que se podía contar con los votos de izquierdas para gobernar a favor de la derecha. El vilipendiado discurso de las dos orillas es hoy más creíble que nunca. En una orilla se encuentran los ciudadanos y en la otra la mayoría de los políticos, desde luego los del PSOE y los del PP.