La supervisión europea de los bancos

Junto a los muchos efectos negativos de la crisis económica, aparece quizás un resultado positivo: está dejando en claro aspectos de la realidad económica y política que no se veían o no se querían ver, tales como el déficit político y democrático de la Unión Europea. Ésta se está mostrando incapaz de presentar una estrategia unitaria frente a la recesión. Las únicas respuestas están siendo nacionales, con la gravedad que ello conlleva en una crisis global en la que todos los elementos están interrelacionados, sobre todo en la UE debido a la integración de sus mercados, tanto de mercancías como de capitales.

 

Se pretende cuadrar el círculo creando instituciones cojas que no pueden cumplir sus funciones; se quedan a medio camino y ya se sabe que una solución a medias es la peor de las soluciones. Entre estas instituciones perniquebradas se encuentra el Banco Central Europeo (BCE), que quiere pero no puede.

 

La Unión Monetaria obliga a contar con un banco central con capacidad de emisión de billetes y, como corolario forzosamente añadido, con la instrumentación de la política monetaria. No obstante, este organismo asume esta función con muchas limitaciones. En primer lugar, se le asigna como único objetivo la estabilidad de precios, haciendo caso omiso del crecimiento económico, a diferencia de otros bancos centrales, como la Reserva Federal, a los que se atribuye también dicha finalidad.

 

En segundo lugar, no se le ha encomendado una función clásica de los bancos centrales, el ser banco de banqueros, es decir, prestamista en última instancia de las entidades financieras. Recientemente, hemos sido testigos de cómo en el área del euro han tenido que ser los Estados nacionales los que se han visto obligados a salir a salvar los bancos en dificultades y a garantizar los depósitos bancarios, mientras que, por ejemplo, en EEUU la Reserva Federal asumía un importante protagonismo en las operaciones de salvamento. Esta carencia del BCE conduce lógicamente a que las facultades de supervisión radiquen en los países miembros. Si son éstos los que tienen que asumir las pérdidas, parece coherente que tengan los instrumentos adecuados para impedirlas.

 

La actual crisis, sin embargo, ha planteado algunas cuestiones para dilucidar. La primera es la necesidad de supervisión. Hasta a los más liberales les costaría ahora mantener la premisa de que los mercados se autorregulan. Pero también que, dadas las características actuales del sistema financiero, se precisa de una supervisión supranacional, al menos en el ámbito europeo.

 

De ahí que la Comisión haya presentado estos días un proyecto de lo que podría ser la supervisión bancaria en Europa, fruto de un grupo de trabajo constituido al efecto, como siempre por los llamados expertos de alto nivel. Lo primero a resaltar es la composición del grupo, todos sus miembros liberales, no parecen, desde luego, los más aptos para diseñar un esquema de supervisión.

 

La propuesta planteada se queda, como casi todos los asuntos de la Unión Europea, a mitad de camino y muestra las enormes dificultades que surgen en cualquier bosquejo unitario. El primer elemento que se puede considerar es la constitución de un Consejo Económico de Riesgo Sistemático (CERS) que se pretende útil para detectar y advertir a las autoridades nacionales sobre posibles burbujas y riesgos en los mercados financieros. El Consejo estará formado por alrededor de sesenta miembros, más de la mitad con derecho a voto (entre ellos, los veintisiete gobernadores de los bancos centrales). Es de prever que con esa composición sea totalmente inoperante. Las declaraciones o avisos estarán condicionados por los intereses de los países miembros, siendo conscientes además de que toda alarma puede ser el detonante del mal que se quiere evitar.

 

La otra novedad del plan es la creación de tres comités de supervisión, uno para cada uno de los subsectores: bancario, seguros y del mercado de valores. En realidad, no se puede hablar de supervisión sino tan sólo de la emisión de consejos y recomendaciones a los verdaderos supervisores que serán las autoridades nacionales. Su utilidad va a quedar muy limitada dado que sus indicaciones tendrán un carácter meramente consultivo. La pretensión de que estos comités puedan supervisar a entidades internacionales como las agencias de calificación queda en eso, en pretensión, dado que Gran Bretaña ha mostrado ya su oposición, por lo que será difícil que sea aprobado finalmente por el Consejo.

 

Para condenar a la inoperancia cualquier proyecto no hay nada como crear comités, y en este caso se erigen nada menos que cuatro. A pesar de ser un esquema excesivamente descafeinado, ha suscitado ya las críticas de Gran Bretaña, a las que seguramente se sumarán otros Estados. Y es que resulta difícil aceptar una cesión de competencias a un organismo internacional, si después el coste de las quiebras o de los posibles saneamientos de las entidades financieras va a repercutir en los Estados nacionales. Como siempre, se pretende cuadrar el círculo.