Limitar por ley el gasto público

En medio de este tsunami que ha alcanzado a la eurozona y que va a terminar por barrer todos los fundamentos del Estado social, el presidente del Gobierno ha anunciado ocho nuevas medidas de las que los medios de comunicación social han resaltado dos: el plan para aflorar la economía sumergida y el establecimiento por ley de un límite al gasto público. Mi favorita es la de los siete sabios que van a formar la comisión asesora para vigilar la competitividad. Parece que se ha puesto de moda crear “grupos de sabios”. Europa ya creó el suyo bajo la presidencia de Felipe González, y, como no podía ser de otro modo, descubrieron el Mediterráneo. FEDEA también tiene sus cien sabios que cada poco tiempo aparecen para decirnos que hay que rebajar las pensiones, precarizar aún más los contratos laborales o proponer que los convenios sean por empresas y no por sectores, con lo que las representaciones sindicales serán mucho más débiles y los trabajadores estarán más indefensos. Hasta Tomás Gómez está dispuesto a formar su grupo de sabios… en este caso para no llegar a nada concreto, tan solo concluir en que hay que votar al PSOE.

 

Ahora, Zapatero nos quiere hacer competitivos a base de sabios, de sabios y de limitar el gasto público. Ya no es suficiente con el déficit. Por fin se destapan las verdaderas intenciones de los defensores de la estabilidad presupuestaria. No se trata de condenar el déficit sino el gasto público. Cunde la teoría de que toda actividad pública es ineficaz y que solo el sector privado es productivo, lo cual no deja de ser chocante cuando se analiza la naturaleza de la mayoría de los gastos públicos: educación, infraestructuras, sanidad, justicia, etc., todos ellos tremendamente necesarios para el desarrollo económico social.

 

Hace ya bastantes años que Galbraith pronosticó que las transformaciones sociales que se estaban produciendo: incorporación de la mujer al mundo laboral, incremento de la esperanza de vida, etc., implicaban una redistribución del consumo hacia bienes públicos, destinándose paulatinamente a esta finalidad una mayor proporción del PIB. Bien es verdad que tal transformación supondría un incremento de la presión fiscal. Y esto es, precisamente, a lo que se opone el pensamiento único, que nunca ha sido tan único como ahora, ya que parece que engloba también a los partidos socialdemócratas. Su objetivo es desterrar toda política redistributiva.

 

La medida, por otra parte, solo tiene el valor (y ya es mucho) de una declaración de intenciones. La pretensión de introducir la limitación por ley resulta una simpleza y carece de efectividad, porque las leyes de presupuestos tienen la misma categoría jurídica que la norma que pudiera establecer la limitación y tendrán capacidad, por tanto, para modificar esta en cualquier momento. La disposición es una mala copia de una antigua aspiración neoliberal, la de incluir una cláusula constitucional, pero entonces ciertamente no es una simpleza, pero sí una salvajada. Constitucionalizar una política que por su naturaleza debe ser flexible conduce a enormes problemas. La prueba más palpable la brinda el Estado de California, al borde de la quiebra por haber querido limitar la presión fiscal en su Constitución.